Olimpo (Jimin x JungKook x YoonGi) [OneShot]
OLIMPO [OneShot]
Iconografía de los personajes:
Jin: Apolo (Dios de la belleza)
NamJoon: Zeus/Júpiter (Dios de los dioses)
YoonGi: Dionisio/Vaco (Dios del vino)
HoSeok: Hermes/Mercurio (Mensajero de los dioses)
Jimin: Ares/Marte (Dios de la Guerra)
TaeHyung: Poseidón/Neptuno (Dios del mar)
JungKook: Eros/Cupido (Dios del amor)
Narrador omnisciente.
El olor del mar nos envuelve un segundo. Nos
acuna con el lejano sonido de algo parecido a las olas del mar y no acunamos
con ese movimiento. El aire azota nuestro rostro, estamos suspendidos en el
aire, en una extraña atmosfera blanquecina que nos envuelve. Nos mantenemos ahí
por unos segundos mientras poco a poco nuestra visión se aclara, se enfoca y
nos vemos rodeados repentinamente en nubes. Unas blancas nubes casi
artificiales. Son cercanas, preciosas, perfectas. Simplemente tan perfectas
como las han descrito siempre. No hay un solo matiz de oscuridad en ellas y
juraríamos que son de algodón suspendido en la nada. Su olor es de una dulce
humedad y si pudiésemos tocar su textura sería tan suave y agradable como tocar
un pedazo de cielo.
Poco a poco bajamos la mirada, pues las nubes
en medio el cielo no es lo que más nos llama en este instante. Oímos unos
pasos. Acelerados, nerviosos, divertidos y algo infantiles. Son unos pasos de
pies descalzos por una superficie de mármol pulido. A medida que bajamos la
mirada descubrimos una alta e imponente estructura de mármol parecida a un
palacio griego perfectamente construido sobre la nada. Sobre una extensa superficie
de mármol que termina en la nada y nace del aire suspendido en lo alto del
Olimpo. Estamos a las afueras del palacio donde los dioses viven, nacen y crean
sus vidas en torno a los humanos. Pero no es un humano con lo que nos topamos
en este mismo instante. Frente a nuestros ojos a ras de suelo sobre el mármol
pulido del exterior del palacio de enormes dimensiones parecen unos pies
descalzos que corren a gran velocidad.
Seguimos con la mirada esos pies descalzos y
avanzamos a la misma velocidad mientras nos avocamos a seguirle hasta donde nos
quiera llevar. Mientras perseguimos sus pasos vamos alzando la mirada
topándonos con sus piernas desnudas de igual forma que los pies, fuertes,
robustas pero de una palidez envidiable. Unas largas piernas que terminan en
unos muslos turgentes y deliciosos. De piel tersa y suave seguimos ascendiendo
por una cintura desnuda de abdominales evidentes y acabamos en un torso
despejado con compactos pectorales. A parte de la carencia de ropa algo llama
mucho más nuestra atención pues unas grandes alas oscuras aparecen de su
espalda y se mueven un tanto nerviosas a medida que el aire mueve sus plumas.
Descubrimos que podría estar volando con ellas pues no parecen dañadas, pero al
fijarnos mejor en su forma de correr descubrimos que solo expresa un
sentimiento de nerviosismo y alegría más que una necesidad de alcanzar algo o a
alguien.
En su espalda y entre el nacimiento de sus dos
alas, nos encontramos un carcaj de ojo vacío. En la superficie de este, tallado
a mano, aparecen varias cenefas con gravados en griego y algunos elementos
florales como rosas u orquídeas. Una cadena de oro pasa por el pecho del chico
para sostenerse a su espalda y antes de darnos cuenta ya estamos acercándonos a
su rostro despejado con un flequillo abierto y unas ondulaciones hermosas en su
cabello moreno. Un rostro completa y sorprendentemente aniñado, infantil. Es un
niño, al fin y al cabo. Es un precioso querubín con una mortal capacidad de
decisión. Mientras corre, mueve uno de sus brazos con un arco de oro en sus
manos. El arco está igualmente tallado que el carcaj y aunque parece algo
pesado, él no parece hacer ningún esfuerzo para transportarlo. Volvemos a caer
en su rostro. Grandes ojos negros, una nariz redonda y unos labios finos con una
expresión divertida. Mira a su espalda y vuelve a mirar hacia delante. Alza un
poco el vuelo y cuando se cansa, vuelve a correr con los pies descalzos sobre
la blanca superficie del exterior.
Desviando la mirada al lugar en que se dirige
caemos en que nos acercamos al borde del Olimpo. Al lugar donde el suelo de
baldosas de mármol termina en una caída alta y mortal, donde un hombre con capa
de oro y una corona de laureles mira hacia abajo, sentado en el mismo borde de
las baldosas, dejando las piernas colgando sin miedo ninguno. La persona oye
los pasos acercarse pero parece demasiado concentrado en como algo sucede
abajo, fuera aun de nuestra vista. Nosotros nos limitamos a acompañar al chico
alado hasta quedarnos, como él, sentados al borde del mismo límite de las
baldosas con la respiración un tanto agitada y mirando con una expresión
divertida el rostro de ese hombre que parece no tenerle demasiada curiosidad.
—¿Qué quieres? —Pregunta el hombre ahí sentado.
Es un hombre de rasgos mucho más maduros, de piel morena y de expresión
enfadada. El tono de su voz lo indica, la forma en que no ha mirado al chico
denota una total imparcialidad. El chico de cabellos negros se limita a
encogerse de hombros, recupera el aliento y mira abajo, como el otro hombre.
Nosotros nos detenemos a mirar mejor a la persona que aun nos es desconocida.
Un hombre adulto con el cabello castaño, ondulado y con una corona de laurel
sujetándose entre su cabello. Unas hojas doradas de laurel de un hermoso brillo
y talla. La capa de oro que cubre sus hombros también lo hace con parte de su
brazo y una de sus piernas, como una mala costumbre para protegerse de un
viento inexistente. Podemos ver como de sus piernas se balancean sus pies en
sandalias de oro y como en su cintura nace una prenda del mismo brillante
material con un cinturón de argollas doradas. Una tormenta parece desatarse
dentro de su mente por la rudeza de su rostro y un águila vuela en cirulos a lo
alto, proyectando su sombra a nuestro alrededor. Es el padre de todos los dioses.
El dios de todos nosotros.
—Nada, solo venía a ver cómo va todo. —Dice el
chico joven mientras mira con curiosidad hacia abajo.
Es ahora cuando más curiosos nos sentimos
nosotros y desviamos nuestra mirada también a la caída que nos espera. A lo
lejos distinguimos el mar. Un mar reflejado por la luz de un sol en las últimas
horas de la tarde de un día luminoso. Un día de verano. Un día perfecto para
una guerra entre barcos de diferentes marinas griegas. Si nos esforzamos
podemos oír el sonido de los gritos de guerra y su resonancia. Podemos oír los
gritos de dolor a manos de espadas y el sonido de los barcos al resquebrajarse,
al estamparse contra los arrecifes, al hundirse en el mar arrastrando a cientos
de personas con ellos. El hombre de la corona de laurel mira de nuevo y
comienza a negar con el rostro, ofendido y decepcionado. Nos invade ese
sentimiento de decepción, esa congoja, esa falta de autoridad perdida. Todo
queda en silencio unos segundos mientras seguimos a lo lejos el desarrollo de
una gran batalla en el mar egeo. En un mar que ha visto ya demasiadas guerras,
demasiado muertos. La sangre de sus víctimas se arrastra hasta las orillas y
queda en la tierra de las playas, devolviendo a sus ciudadanos a sus casas.
—Namjoon. —Canturrea el chico alado a nuestro
lado y el otro hombre desvía la mirada un tanto curioso, mientras el chico mira
debajo de nuevo—. ¿Qué te parecería si bajase ahí y les disparase un poco en
sus corazones para devolverles la sensatez? —Dice el chico mientras hace una
exacta imitación con sus brazos de un gesto de disparo con su arco de oro pero
con ninguna flecha. Mira a un punto fijo e imita un sonido parecido al del
viento surcado por la punta de la flecha. El hombre niega con el rostro pero lo
que pretendía ser una broma no ha parecido surtir efecto y se mantiene con esa
expresión desanimada.
—Deja de decir tonterías, Kook. —Responde el
hombre un tanto distraído. Mira con cuidado hacia el precipicio y ambos se
quedan de nuevo en un extraño silencio que es entre incómodo y solemne. Un frío
silencio que se rompe por la presencia de una persona más en la escena. Alguien
sale a lo lejos del borde del precipicio. Alguien con un casco brillante de oro
con dos alas doradas que se despliegan desde sus sienes con una majestuosa
forma brillante. Ese casco envuelve el rostro de un hombre aun en las sombras y
con una túnica dorada y unas sandalias con alas parecidas en sus tobillos se
acerca sin la necesidad de tener toda que le sostenga en el aire. Vuela de la
misma forma en la que le viento se desplaza por el espacio.
El hombre de la túnica se quita el casco y se
presenta ante nosotros mientras camina y se queda al lado de Namjoon. Con los
ojos de Kook fijos en ese hombre nosotros también acabamos cediendo a tenerle
como centro de atención y con una solemne mirada y un asentimiento de su
rostro, NamJoon vuelve la vista de nuevo al mar. El hombre que acaba de
regresar se sube hasta una columna del borde y queda ahí subido, mirando como
uno más al precipicio.
—¿Solo les quedan los últimos diez barcos? —Pregunta
Namjoon.
—Sí, señor. Los últimos diez. Han conseguido
arrasar con el resto. Los atenienses están perdidos, señor. —Dice el hombre con
una expresión sombría y cansada.
—¿Cómo están las tropas que han conseguido
sobrevivir? —Pregunta NamJoon como un padre preguntando por la salud de sus
hijos.
—Los que han sido capturados los están
asesinando, y los que han conseguido regresar se preparan para envestir de
nuevo a la madrugada. —Todo queda en silencio un segundo. De nuevo habla con
una expresión apagada—. Debería mandar a Taehyung para que iguale un poco las
cosas...
Namjoon queda pensativo unos segundos y cuando
parece haber tomado una decisión se gira a su espalda y queda mirando a un
hombre sentado sobre las escaleras de la entrada al templo del Olimpo. Un
hombre de cabellos rubios y un par de caracolas de oro adorando a los lados de
su cabeza. Un casco de oro pulido. Un tridente del mismo material cae a su lado
mientras el se recuesta con una expresión aburrida. Toquetea sus brazaletes en
sus manos y, completamente desnudo, se expone a lo largo de las escaleras
mientras mira distraído como NamJoon le mira, serio. Con esa simple mirada
ambos comprenden el trabajo que se ha de realiza y el chico de cabellos rubios
agarra con decisión el tridente en sus manos y poco a poco su cuerpo acaba por
transformarse en pequeñas gotas de agua que caen a plomo sobre el suelo y se
disuelven en medio de la nada como un charco que cae al suelo y se filtra por
la superficie de mármol. En unos instantes al mar se revolverá. El mar igualará
el resultado de una batalla.
—¿No traes ninguna noticia buena, Hoseok? —Pregunta
el chico alado al mensajero mientras mueve sus alas ligeramente. Cuando los
ojos del mensajero caen sobre el chico, este levanta sus cejas, altivo, y abre
un poco sus alas oscuras.
—¿Y qué quieres, angelito? —Pregunta con ironía—.
¿Quieres que te cuente que las tropas se darán un majestuoso festín de cerdo
asado y queso? —El chico le retira la mirada, un tanto ofendido, pero el
mensajero no le quita los ojos de encima, entrecierra estos y aprieta la mirada
sobre toda su desnuda anatomía. Chasquea la lengua y Namjoon le mira con
curiosidad—. No tiene flechas en el carcaj. —Le advierte más temeroso que
curioso. Namjoon deja caer su mirada sobre Kook pero este muestra una expresión
del todo inocente mientras finge no saber nada al respecto—. ¿Te has quitado la
venda de nuevo, angelito? —Le pregunta el mensajero con una expresión enfadada,
refiriéndose a la venda que debiera cubrir sus ojos de Cupido.
—Se me ha caído antes según venía... —Dice,
levantando las manos con inocencia.
—¿Dónde están tus flechas, Cupido? —Le pregunta
Namjoon con una resignación de que la situación haya podido producirse antes.
—Las he dejado dentro, lo juro. Es peligroso ir
por ahí con flechas...
—Kook... —Inquiere Hoseok.
—¿Qué has hecho ahora? —Pregunta Namjoon. Jeon
mira a ambos un tanto preocupado y con una fingida expresión de total
inocencia.
—Nada papa... —Dice—. Solo he estado jugando...
—Deja la frase a medias mientras los otros dos le miran con una expresión
cansada y Kook aprovecha para ponerse en pie, mostrándonos de nuevo por entero
su anatomía, y retrocede, despidiéndose con un gesto de su mano de ambos dos
personajes, y se aleja de nuevo del lugar para adentrarse al palacio. Cuando
sabe que ya no pueden verle deja escapar una sádica y juguetona sonrisa de un
acontecimiento que no tenemos presente y que no logramos a comprender.
Subimos a su lado los peldaños para conducirnos
al interior del palacio y cruzamos las puertas para adentrarnos por completo en
un espacio abierto, brillante, todo de un pálido mármol que nos rodea con una
complicidad espeluznante. Nos desplazamos siguiendo los pasos del ángel que se
mueve con agilidad por entre las estancias. Primero nos deslizamos por uno de
los pasillos centrales y este va desembocando en más pasillos con habitaciones.
Poco a poco el mármol se va sustituyendo por unas cortinas de un color rojizo,
de un terciopelo púrpura que nos acoge dentro de su oscuridad, pues el mármol
ya no se ve por ninguna parte. La estancia está aislada por esas cortinas, por
unos velos de terciopelo que al tacto deben resultar tremendamente agradables.
Pero solo tenemos ojos para ver como las manos de nuestro ángel se desplaza por
entre las cortinas apartándolas y rozándose por su cuerpo con ella. Sus plumas
se enredan, se acarician, se desplazan como sus dedos colándose por los bordes
de las cortinas.
El silencio alrededor se rompe tan solo por el
sonido de sus pies descalzos por el suelo pero a medida que avanzamos a lo
largo de la habitación nos descubrimos con un sonido lejano que más bien
parecen quejidos. Unos dulces gemidos lastimeros de alguien que no alcanzamos a
ver. Las cortinas se terminan y damos paso a una estancia con una luz
parpadeante probablemente de unos candiles colgados de las paredes. Nos
limitamos a seguir de nuevo los pasos del ángel, y simplemente caemos a ras de
suelo para ver como sus pies comienzan a encontrarse con pequeñas uvas de un
color violeta esparcidas por el suelo. Algunas están rotas, manchando el mármol
de un color oscuro. Otras, simplemente, ruedan por ahí o se mantienen quietas
como parte de la decoración de la estancia. Seguimos avanzando y nos
encontramos con un par de prendas de ropa, alguna con pequeñas salpicaduras de
sangre que no nos provocan el mínimo miedo, pues los gemidos que se van
acercado no parecen sentirse dolorosos. Seguimos adelante y el suelo se pierde
en un par de flechas manchadas de sangre y caídas al suelo con estrépito. Una
más cerca y la otra más adelante. Estas continúan un rastro de sangre hasta una
cama con sábanas caídas y dos cuerpos retorciéndose en un dulce sexo en donde
no podemos participar.
Pero no nos anticipemos, sigamos el recorrido
del suelo hasta la cama. Nos encontramos una armadura de oro tirada en medio
del suelo con varias salpicaduras de sangre en algunas partes de su estructura.
En su forma podemos distinguir un cuerpo musculado y unos tirantes de malla de
oro. Unas sandalias de oro y al borde de la cama apoyados un escudo de oro con
el rostro de un lobo con fauces abiertas tallado en su superficie. A su lado en
el suelo caída, una espada de oro envainada junto con un casco de crines doradas.
El dios de la guerra, el dios Marte, dueño de estas pertenencias está sobre la
cama entre sábas rojas retozando sobre un hombre de única pertenecía una copa
de vino dorada sobre su mano colgando del borde de la cama.
Nos fijamos más detalladamente como el cuerpo
del dios Marte está convulsionado por el placer de unas relaciones sexuales
evidentemente satisfactorias. Con sus brazos apoyados a cada lado de la cabeza
de la otra persona y con su espalda en convulsiones, enviste el segundo cuerpo
con gemidos rudos y sonoros. Su expresión es cansada pero muy saciada y
acercándonos más a su cuerpo distinguimos un corte en su espalda. Más que un
corte es una herida. Una profunda incisión sangrente que gotea por el borde de
su costado resbalando la sangre entre sus costillas. Sus ojos oscuros parecen
cegados por un hambre sexual tremendamente voraz. Unas ansias de satisfacerse
que no consigue ser consciente de que hay una tercera persona en la escena, un
espectador con alas que se queda mirando desde una distancia prudencial.
La segunda persona en la cama es un pálido
rostro drogado. Su mirada está perdida en la nada y de acercarnos a su rostro
podríamos distinguir en su aliento entrecortado por las envestidas un fuerte
olor a zumo de uva fermentado. Sus facciones están más que relajadas, ebrias,
consumidas por el propio vino del cual es tributo. El dios del vino y el dios
de la guerra compartiendo un dulce momento de vorágine sexual. Distinguimos
dentro del contexto como la mano del dios de vino sujeta una copa dorada al
borde de la cama y por falta de fuerza la deja caer al suelo produciendo un
sonido que reverbera por toda la estancia iluminada con candiles. La luz hace
que toda la escena sea mucho más intima, mucho más barroca. La copa rueda
vertiendo sus últimas gotas de vino por el suelo de mármol hasta que un pie
desnudo la para en su trayectoria, la coge y mira dentro con curiosidad. Cupido
vuelca la copa, deja caer las últimas gotas y se sorprende de cómo el consumo
desmesurado ha afectado a ambos de una forma tan humana.
Kook sigue caminando esquivando lo que se
encuentra por el suelo e ignora sus dos flechas de oro por el camino. Cuando
queda al borde de la cama los ojos del dios de la guerra se alzan, curiosos, y
como por un resorte, cambia su expresión a una enfadada y ofendida. Casi
indignada, pero sigue con las envestidas sobre el cuerpo del dios del vino.
Kook mira alrededor, desinteresado, casi aburrido y coge un pequeño taburete y
se sienta al lado de la cama, cerca de la cabeza del chico sobre el colchón
quien ni si quiera es consciente de su presencia. Ahí parado se queda de brazos
cruzados dejando el arco sobre el suelo y el carcaj a su lado. El dios de la
guerra no le quita la mirada.
—No me mires así, Jimin. —Le dice Kook mientras
finge sentirse ofendido frunciendo su ceño. Jimin, el dios de la guerra, se
queda un tanto perplejo.
—Esto ha sido culpa tuya. —Espeta casi
enfadado, mirando de reojo a YoonGi bajo sus brazos y con una expresión
perdida, haciendo referencia al contexto en que ambos se encuentran.
—No me negarás que lo estás disfrutando. —Contesta
Kook con una expresión sádica y maligna, sonriendo con una picardía que hasta
hacía unos segundos era una dulce inocencia sin corromper. A la respuesta de
Kook, Jimin se ofende, frunce el ceño y desemboca su ira envistiendo con más
fuerza a un chico que comienza a gemir más alto. Mientras, y lo pervertido de
la situación, es que Jimin no le quita los ojos de encima a Jeon mientras
enviste con el cabello ya sudado y con los labios hinchados y coloreados de un
rosa violento.
—No seas así... —Dice Cupido, indignado—. Vas a
romper a YoonGi...
—Cállate. —Le espeta el otro, volviendo a
centrarse en su acompañante. Kook se limita a mirar con una expresión divertida
y curiosa mientras recorre con la mirada cada parte del cuerpo de ambos.
—Tendrías que ver la que se está liando ahí
fuera... —Dice Kook pero ninguno de los dos en la cama parece atender a su
presencia, lo que hace que Kook se sienta desatendido y se indigne levemente,
como un infantil niño caprichoso, que es lo que es—. No, no, no lo haces bien. —Le
dice a Jimin—. No le das bien, no me hagas participar a mí... —Dice con una
expresión cínica.
—Tú ya has... ah... hecho bastante... —Suspira
Jimin mientras se inclina un poco al cuerpo de YoonGi y entrelaza las piernas
de este a su cadera, posesivo.
—Dale más fuerte. —Dice, sonriente.
—Cállate.
—Vamos, por Zeus, eres el Dios de la guerra,
puedes hacerlo mucho mejor. —Jimin intenta evitar la mirada de Kook y centrarse
en su esfuerzo, pero Cupido, al sentirse ignorado, se levanta y se sienta al
borde de la cama acariciando la herida en la espalda de Jimin, provocando en la
espalda de este un escalofrío de terror. Pánico es lo que se refleja en su
rostro y después un cálido placer invadiendo su cuerpo. JungKook recoge una de
las flechas del suelo y vuelve a dirigirla a su trayectoria principal
delineando la herida con la punta de oro. Se queda un segundo justo en el borde
y después, muy lentamente, vuelve a introducirse liberando de los labios de
Jimin un aullido de dolor mientras toda su espalda se curva por la impresión.
Nos quedamos con el sonido de la carne siendo cortada nuevamente de la
impresión al sentir como la flecha se queda clavada de nuevo en su lugar. Con
Cupido sentado al borde, su mano se dirige a las mantas que los cubren a ambos
y la retira lentamente dejando visible a sus ojos todo el acto que se está
realizando. La penetración en vivo. El pálido cuerpo de YoonGi envestido por el
dios de la guerra con espasmos de placer y dolor. La mano de Cupido se dirige a
uno de los glúteos de este y empuja con más fuerza haciendo la envestida mucho
más intensa y profunda. Este dios se deja hacer por el pequeño ángel,
totalmente sumiso a sus órdenes—. Vamos, así, así. Más fuerte Jimin...
El cuerpo debajo de Jimin se revuelve y se
agarra a las sábanas a su alrededor pidiendo el placer con la ebriedad en su
sangre. Todo se vuelve gemidos de ambos y Kook cuela su otra mano dentro de los
vientres de ambos masturbando a un YoonGi completamente cejado. Todo se vuelve
gemidos y quejidos de dolor. El rostro de Kook está deformándose en una extraña
mueca de satisfacción mientras que las de ambos hombres en la cama están
explotando de un placer que no alcanzamos a catar. Con unos últimos gemidos
ambos dos hombres llegan juntos al clímax y se deshacen en la cama.
—¿A que ha estado genial? —Dice Kook con una
expresión cínica y se incorpora lamiendo su mano mientras recoge el carcaj del
suelo colgándoselo de nuevo a la espalda y rescata las flechas por el suelo y
la que está en la espalda de Jimin, produciendo de los labios de este un
quejido que se escucha escondido en el cuello de YoonGi en la cama. Ambos, con
expresiones cansadas y con respiraciones entrecortadas se muestran sumisos al
sueño y se dejan abrazar por los brazos de Morfeo hasta que recuperen sus
fuerzas.
Como último gesto, Cupido recoge el arco y con
su mano libre la dirige a la sábana roja en el suelo para arropar a ambos dos
dioses, sus juguetes favoritos. Con una mueca de satisfacción se marcha y se
aleja caminando con una infantil sonrisa, igual a la de un niño habiendo estado
durante horas jugando con sus peluches favoritos, con un precioso muñeco nuevo.
A paso lento, algo cansado y distraído acaba
saliendo del cuarto y se encamina por los pasillos siguiendo a lo lejos el
sonido de una música de cuerda. Una lira soñando de la nada y colándose por
cada rincón del palacio, de la inmensidad de las habitaciones, reverberando
entre las columnas y las esculturas. Todo queda sumido poco a poco a la
decisión de las notas en el ambiente y nos detenemos en una de las habitaciones
amplias y casi vacías. Una amplia estancia con un balcón y una hermosa
balaustrada. Alguien toca a lo lejos una pequeña lira de oro que nos hace
querer avanzar en su dirección pero nos quedamos al lado de Cupido que se
mantiene estático en la puerta mirando como la persona camina alrededor en el
balcón. Un manto cubre el cuerpo de esa persona, un largo manto de oro y deja
entrever unas piernas largas y unos brazos robustos sosteniendo una pequeña
lira. Con una robusta espalda y una altura considerable se pasea a lo ancho del
balcón y nos acercamos a medida que Cupido entra en la estancia y deja en
evidencia el avance de sus pasos hacia el desconocido. Este deja de tocar y la
música se detiene haciendo que también se detengan los pasos del ángel.
—¿Otra vez con ese instrumento? —Dice el
pequeño ángel con una mueca descolocada. Alza el vuelo y llega hasta quedar
sentado en la balaustrada, dándole la espalda al hombre de rostro dulce y
angelical—. ¿No te parece hipócrita? Mientras ahí abajo se está desarrollando
una guerra tú estás aquí tocando...
Él hombre se queda un segundo mirando al chico
con una expresión divertida y vuelve a tocar esta vez en un nivel más bajo para
dejar escuchar sus palabras.
—Tienes el carcaj manchado de sangre, pequeño.
¿Tú no te has estado divirtiendo, acaso? —El pequeño Cupido se gira, saca
burlonamente la lengua y vuelve a girarse para ver como sus pies se balancean
en el aire.
—No es hipócrita decir que otros lo son, simplemente
es un dato objetivo.
—La objetividad es también subjetividad. ¿Qué
está bien? ¿Qué está mal?
—Eres el Dios de la belleza, no el de la
filosofía. —Le espeta Kook. Este hace un gesto de ofensa y se gira para seguir
caminando por el balcón. A lo lejos, tras las notas de música se escucha el
sonido de los barcos encallando en el mar.
—Muchos piensan que lo que tú haces, no está
bien. ¿Sabías? —Pregunta con inquina, pero también con una nota de comprensión
y humildad.
—No me importa en absoluto. ¿Sabías? —Dice
infantil y el otro suspira, resignado a hablar con esa madurez y ese
comportamiento. El chico en el balcón mueve las piernas, pensativo—. Lo que yo
hago no está mal. —Recrimina esta vez con un puchero en el labio—. Está
simplemente en mi naturaleza. No puedo evitarlo. —El otro hombre asiente,
comprensivo.
—Igual que en la de los humanos está matarse.
¿Qué necesidad tenemos los dioses de intervenir? Se matarán de todas formas y
nosotros moriremos con ellos, es así de simple. —El chico asiente haciendo un
puchero más pronunciado y mira hacia atrás, a su compañero.
—Jin, ¿crees que algún día cambiarán?
—¿Lo harás tú? Los humanos dejarán de matarse
cuando tú dejes de divertirte clavando flechas en corazones sin voluntad de
decisión. —La expresión de Cupido se vuelve sombría, después pensativa y acaba
por negar con el rostro, tal vez un poco confuso y al mismo tiempo,
comprendiendo que de nada sirven las palabras. Todo es igual, y nada va a
cambiar a pesar de todo, pues la naturaleza ya está creada y esta nos controla,
nos domina a todos y todos somos súbditos de ella sin darnos cuenta. Con un
gran suspiro y agarrando con fuerza su arco se levanta, se pone en pie sobre la
balaustrada y mira a Apolo con una gran sonrisa cínica y cómplice de unos
pensamientos sádicos y divertidos.
—Dejémonos pues dominar por la naturaleza. —Dice
Kook con una solemne comprensión y extendiendo sus brazos a lo ancho, se deja
caer de espaldas hacia el precipicio que le conducirá al mundo terrenal. Le
vemos caer y como sus plumas en la caída se revuelve. Como su pelo ondulado se
agita y como su rostro sigue manteniendo esa infantil sonrisa pícara y
caprichosa. Pues está en su naturaleza mostrarle de esa forma, deseoso de
diversión carnal, de pasión sexual.
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