VENDIMIA - Capítulo 28

 Capítulo 28 — Desayune, maldita sea


Pasada la una de la mañana la conversación se había vuelto mucho más divertida y los aires fatalistas que yo había infundido estaban disipándose en el aire, como una nube de vapor. El alcohol ya nos había tomado la delantera a ambas y reíamos por cualquier cosa hasta el punto en que yo me tuve que sujetar a la butaca para no caerme de ella. Intentábamos que nuestras risas fuesen sordas para que nadie en la casona nos oyese, pero a la Señora no parecía preocuparle demasiado, y claro que no tenía por qué, era su casa. Sin embargo a mí al principio comenzó a inquietarme la idea de la imagen que debía estar mostrando de mi misma delante de ella. Solo al principio me importaba, después dejó de hacerlo, producto del alcohol.

La ginebra se había acabado, para sorpresa de ambas y cuando no hubo más para beber apuramos el agua que se deshacía de los hielos en la copa. Si nos hubieran dado otra botella de seguro la habríamos ingerido también pero yo no estaba en condiciones de bajar a la cocina y rebuscar algo más de beber y la Señora no se habría permitido pasar del punto en el que estábamos. La habitación aun no me daba vueltas pero poco hubiera faltado para que me comenzasen a pitar los oídos y perdiese la consciencia de mi misma. En ese punto en el que estaba me habría tomado algunas copas más para llegar a sumergirme en ese punto de semiinconsciencia donde el cuerpo se sustituye por un cosquilleo generalizado y las ideas vagan a cámara lenta, alejando lo importante y proyectando con asombro todo lo banal. Pero sabía que después de aquellas dos copas y ese viaje astral aparecerían las nauseas y los mareos y no deseaba darle esa imagen a la señora.

—Creo que ya es suficiente por hoy. —Dijo ella y se levantó de la butaca, con más facilidad de lo que a mí me costó. Yo hube de agarrarme a los reposabrazos y aun así no sabía si las rodillas me fallarían. No lo hicieron. Cuando me acerqué a recoger la bandeja ella me detuvo sujetándome la muñeca—. No es necesario. Déjalo para mañana.

—Está bien. —Dije, aliviada.

Ella pareció satisfecha de mi rápida renuncia, recogió el abrigo y se condujo a su dormitorio. Yo la seguí, con el abrigo y la bufanda que me había prestado sobre el brazo. Entré detrás de ella y coloqué el abrigo y la bufanda dentro del armario. Oí como ella se quitaba los tacones y se desabrochaba el vestido desde su espalda con algo de dificultad. No se lo quitó sin embargo y cuando me volví hacia ella me miraba desde la distancia, doblando la chaqueta de piel sobre su propio antebrazo. Rescaté el pintalabios del bolso y se lo extendí.

—Esto es suyo. —Dije, y a ella le costó ver qué era lo que le estaba extendido.

—¡Ah! Cierto. Déjalo sobre el tocador.

Lo dijo con tal desinterés que al llegar al tocador no me esperé que hubiese avanzado hasta mí y me sujetase los hombros de pie detrás de mí, al tiempo que yo dejaba la barra de pintalabios sobre la mesa del tocador. Este templó en mis manos y cayó de lado, rodando unos instantes por encima de la mesa. Mi mano había quedado suspendida en el aire y solo tenía ojos para su reflejo en el espejo, por encima de mi cabeza. Su mirada me miraba directamente a mí, y sus ojos chocaron con los míos a través del reflejo. Pensé por un instante que de esta manera no sería más violento el contacto visual, pero era mucho más aterrador, porque tenía sus dos manos sobre mis hombros y todo su cuerpo estaba detrás de mí y yo podía verlo, pero no podía evitar nada de lo que estaba sucediendo. Era como ver mi muerte, y sentirla al mismo tiempo, desde dos perspectivas diferentes. Tragué en seco y ella hizo una leve presión sobre sus manos para sentarme en el pequeño banco del tocador. Para que la altura no fuese tan dispar se inclinó a mi lado y puso una rodilla en el suelo mientras su rostro se posó en el hueco de mi hombro. El latido de mi corazón era tal que no podía escuchar nada más, incluso sentí como mis oídos colapsaban y un pitido los invadía. Cuando me miré en el espejo me avergoncé de mi propia expresión, atontada, con las mejillas encendidas y la mirada perdida. Hubiera podido intuir incluso una gota de sudor resbalándose a través de mi sien, o tal vez solo fuera el cosquilleo del alcohol entumeciendo mi rostro.

Sus manos se despegaron de mis hombros y cuando pensé que me liberaba de su trampa, las sentí rodearme la cintura, y después la cadera y las piernas. Creo que temblé con ese contacto y ella se sonrió. Su mirada era mucho más aterradora entonces de lo que jamás hubiera recordado. Creo que abrí mis ojos de par en par al mirar sus ojos en el espejo y ella debió recordar lo que le dije unas horas antes sobre el terror que me suscitaba su mirada, porque entrecerró sus ojos para hacer de su mirada algo mucho más fiero. Quise gritar, pero no hubiera podido articular ni una sola palabra. Estaba entumecida, atolondrada y aturdida. Sin embargo podía ver las pequeñas señales que me conducían a donde ella quería llevarme. No estaba ciega, solo acojonada. Para distraer mi mirada alcancé el pintalabios sobre la mesa y jugueteé con él inútilmente, porque ella me lo arrebató de las manos y se inclinó a mi lado cogiéndome el mentón con una de sus manos mientras con la otra sacó la barra de labios y la posó sobre mis labios. Me pintó los labios con la misma delicadeza que ella había hecho sobre si misma al comienzo de la tarde.

Yo me dejé hacer, dándome cuenta de que ella esperaba algo más de mí para poder obtener mi permiso. Me pregunté si realmente seguiría avanzando si yo seguía allí parada como una estatua o si por el contrario se reiría de mí y me echaría fuera del dormitorio con un empujón. La sola idea me aterrorizó y temblé de pies a cabeza. Sentía el cuerpo tan liviano que su contacto sobre mi piel era como un sueño lívido, y mi conciencia estaba tan turbada que tomar una decisión estaba totalmente descartado. Estando sobria le habría suplicado ya hacía rato que me besase, pero estaba tan confundida que no era capaz de tomarme en serio lo que estaba sucediendo. ¿Realmente le hubiera pedido que me besase estando sobria? ¡Já! No me lo creía ni yo. La idea entró en mí como una bala, y cuando ella terminó de pintarme los labios y volvió mi rostro al espejo solo tuve ojos para ella apoyada sobre mi hombro con una expresión dulce y apaciguada. Volví mi rostro de nuevo a ella, lo que la sobresaltó, y alcé la mano que tenía más cerca de ella para acariciarle el cabello. Si eso era lo que necesitaba para confirmar que era suya, me arriesgaría. Se acercó a mí nada más que sintió el contacto de mis dedos sobre su mejilla y me besó.

Al principio no noté el contacto tan intenso como me hubiera gustado pero con los segundos todos mis sentidos respondieron a ella. Sus pestañas se rozaron en mis mejillas y su aliento se mezcló con el mío. El olor de su perfume me llegó hasta el tuétano y aunque mi mano estaba sobre su mejilla, aún temblaba. Todavía no había terminado el beso y ya me preguntaba cómo me miraría después de aquello, y temiendo que por fin hubiese despertado a la víbora que me devoraría no quise finalizar el beso. En aquella oscuridad de mis párpados estaba segura, y mientras siguiesen sus labios jugando con los míos, no me comería. Sin embargo cuando me separé de ella en busca de una tregua su mirada parecía más cándida y dulce de lo que hubiera imaginado, como si hubiese temido hacer algo incorrecto y pude apreciar en el fondo de aquella mente que me despediría con excusas baratas y menciones a un protocolo que yo no respetaba.

En un impulso lleno de valentía fruncí el ceño justo delante de ella y endurecí mi expresión para mostrare que detrás del alcohol había una consciencia bien serena. Recordándole que si me alcanzaba, me revolvería hasta agonizar. Me deshice de la corbata sobre mi cuello con un ademán y volví a alcanzar sus labios. Ella ya se estaba incorporando cuando yo lo hice y me recogió en un abrazo. Hube de ponerme de puntillas para poder alcanzarla, pero no pareció importarle, a mi tampoco. Retrocedimos hasta la cama y mientras ella se sentó en el borde yo me deshice de los zapatos y el jersey. Me tiró de la mano para que me sentase sobre ella y al hacerlo volvió a buscar mis labios. Después me besó las mejillas, el cuello, la mandíbula. Sentí como todo mi cuerpo se iba llenando de marcas de carmín. Me desabotoné la camisa y pareció sorprenderle que no llevase sujetador. Lo había buscado con la mirada y al no encontrarlo se sonrió. Apoyó su rostro sobre mis clavículas y me meció unos segundos sobre ella, apretando mi cintura con sus brazos.

Mis dedos se internaron a través de su cuello en su cabello. Se movía a través de mis caricias y su mirada no paraba de buscar la mía, profundizando el contacto con mayor énfasis. Sonrió maliciosamente cuando una de sus manos, bajando a través de mi vientre se internó en mis pantalones, buscando mi sexo. Acertó de lleno a introducir uno de sus dedos dentro de mí y yo solté un quejido, apoyando mi frente contra la suya. Las piernas me temblaron y ella optó por tumbarme en la cama y sacarme los pantalones y la ropa interior. Yo me cubrí con las sábanas, avergonzada de estar tan expuesta bajo ella pero se sonrió amable, y con ternura ella se deshizo también de su ropa. Haberla visto en otras ocasiones tan desnuda como entonces no ayudó a apaciguar mi nerviosismo, pero dejé caer la cabeza sobre el almohadón y solté un profundo suspiro. Las sábanas eran suaves como la seda y su cuerpo estaba cálido sobre el mío.

Ella se pasó mucho tiempo acariciándome el cabello y la frente, y besándome todo el rostro hasta que hube recobrado el valor para continuar. Nuestras piernas entrelazadas no dejaban de moverse, buscando un contacto más intenso, y mis manos acariciaron todas las pequeñas partes de su cuerpo. De vez en cuando mis miembros me temblaban con espasmos de placer, sus ojos me recorrían entera, deteniéndose en cada parte de mí y de vez en cuando recurriendo a mi propia mirada para volver a conectar conmigo. Me separó las piernas con una mano para introducirla entre mis muslos, y después dos de sus dedos dentro de mi vagina. Ella se dejó caer sobre mi pecho y yo abracé su espalda.

No fue hasta ese momento que no me di cuenta de que ella tal vez jamás había estado con una mujer, al contrario que yo, y se encontrase mucho más perdida de lo que quisiese aparentar. Me pregunté qué estaría pasando por su mente en ese momento y preocupada porque no se sintiese cómoda con lo que estaba haciendo la aparté de mí con una mano sobre su hombro. Ella me miró, inundándose de mi confusión. Terminé de apartarla para tumbarla sobre la cama y me coloqué encima, con una de sus piernas entre las mías y juntando nuestras vulvas la apreté contra mí. Cerré los ojos imaginando a través de mis manos todos los volúmenes de su cuerpo y aunque ella seguía llevando el ritmo de los movimientos intenté equilibrar la balanza. Besé sus pechos y jugué con sus pezones con una mano mientras con la otra insertaba varios dedos dentro de ella. Estaba mucho más húmeda de lo que habría imaginado, y cálida. Sentir la recompensa de su cuerpo me hizo tranquilizarme. Volví a sentir que estábamos bailando al mismo compás y esa fue la nota definitiva para tomar contacto completo con ella. Volví a dejar que introdujese varios dedos dentro de mí y con su pulgar me frotaba el clítoris. Los gemidos salieron de mi boca sin poder retenerlos y eso hizo divertirse en exceso.

Volvió a volcarme sobre la cama y esta vez me puso boca abajo, se entretuvo mucho tiempo mordiéndome la espalda. En ese punto yo me hubiera dejado hacer cualquier cosa. La cabeza comenzó a darme vueltas a los pocos minutos y me hizo correr con su cuerpo apretado al mío y mi nariz dentro de sus cabellos. Aunando todos mis sentidos sobre ella pude experimentar un orgasmo lleno de placer. La sentí conectada a mí en un plano superior a nosotras mismas, como si su imagen se fundiese con la mía, o tal solo la idea primitiva de ella, unificando fuerzas conmigo para crear electricidad, fuego y agua.

Cuando pude recuperar la respiración ella volvió a tenderse boca arriba sobre la cama y yo bajé hasta su entrepierna, separando sus rodillas y hundiendo la lengua dentro de su vulva. Mi nariz rozaba con su pubis y con una de sus manos dirigía desde mi nuca los movimientos de mi mandíbula. Su humedad me ayudó a mover la lengua y mientras con mis dedos jugaba con los labios exteriores. Aunque le gustaba, así no se correría, así que me incorporé y le masturbe con mi mano mientras la besaba, hasta que se vino en ella, retorciendo todo su cuerpo alrededor de mí.

Caí rendida a su lado y empapadas de sudor nos quedamos unos segundos respirando con la mirada fija en el techo. No quería abrazarla, no hasta que hubiese tomado el aire suficiente. Pensé que tal vez ya debía irme de su cuarto, pero antes de poder hacer nada ella se incorporó y nos tapó a ambas con las sábanas. Lo hizo con tanta naturalidad que me dejó pasmada. Después apagó todas las luces y se quedó dormida con su mejilla apoyada en mi hombro. Su respiración era tan calma y su cuerpo estaba tan tibio que me fue imposible marcharme y el sueño me venció a mí también. Sin embargo no tuve un buen descanso porque recuerdo haber soñado con mi familia, con mi hogar allá en Dijon, y con el estrés de la búsqueda de empleo.

Cuando desperté ya era de día. Ver la luz de la mañana entrar a raudales por los ventanales me hizo sobresaltarme en la cama y me destapé completamente, apartando las sábanas como si me quemase. Cuando puse un pie en el suelo, con el otro aún sobre el colchón, me golpearon los recuerdos del día anterior, de aquella misma noche, y la pesadez del alcohol se apoderó de mi cabeza. Todo me dio vueltas unos segundos a causa de haberme incorporado tan precipitadamente y un agudo pinchazo se clavó entre los ojos. Tuve que cerrarlos fuertemente y pasarme la mano por la frente. Cuando me volví con la mirada aún poco nublada a mi espalda descubrí la espalda de la Señora Schwarz medio cubierta por la sábana que yo misma había retirado y el cabello cayendo a través de sus hombros. Su respiración seguía siendo pausada y calma.

Intenté enmarcar aquella situación en un modelo espaciotemporal. Era lunes, 3 de octubre. No sabía bien qué hora sería pero de seguro pasaban de las ocho de la mañana. Todo el mundo se preguntaría dónde estaba yo, y sobre todo, por qué la Señora no había demandado ya su desayuno. Como nadie tenía permiso para entrar en la habitación no nos habían descubierto, pero era cuestión de tiempo que Agnes se hiciese con el valor de entrar y preguntar por su señora. Aquella idea me hizo levantarme de un salto y ponerme la ropa interior y la camisa del día anterior. Apestaba a sudor y ginebra. El cuello estaba manchado de carmín, intenté frotarlo con la yema de mis dedos pero solo conseguí extender un poco la macha.

—Joder. —Murmuré para mí misma mientras me la ponía de igual manera y la abotonaba, buscando con la mirada el resto de mi ropa. No sabía cómo debía comportarme entonces. Estaba llena de arrepentimiento y vergüenza, por no hablar de pánico ante la idea de que alguien nos descubriese. ¿Y cómo regresaría a mi habitación? Debía hacer como que no pasaba nada, pero que me viesen entrar en la cocina con la ropa del día anterior era darles una idea preconcebida de lo sucedido. Me arriesgaría de todas maneras a bajar al menos hasta las habitaciones. Cuando me hube puesto los pantalones y rescataba el bolso y el jersey con el antebrazo salí del dormitorio sin hacer el menor ruido. La casa parecía estar en calma pero me aterraba la idea de encontrarme a cualquiera de camino a los dormitorios.

Bajé las escaleras hasta el primer piso y cuando llegué al Hall pude divisar en la entada a Agnes, o al menos a su figura grisácea y pálida allí plantada como una estatua. La ignoré y pensé para mi misma: si yo no la miro, ella no me verá. Pero estaba claro que eso no funcionaba así. Salí corriendo a los dormitorios y cuando me adentré en el mío y cerré de espaldas a mí, sentí una sensación de salvación como si hubiese corrido tras las líneas enemigas y hubiese encontrado un agujero donde ocultarme.

Me hubiera gustado quitarme toda la ropa de la noche anterior y darme una buena ducha, pero tendría que conformarme con pasarme una toalla por las axilas y la entrepierna, a la espera de que llegase la tarde y pudiese aprovechar mis horas de descanso para darme un buen baño. ¡Mis horas de descanso! Ya llevaba al menos hora y media de retraso en lo que respecta a mis tareas Me quité la ropa del día anterior y me puse mi ropa de trabajo. Me puse las manoletinas y me peiné y trencé el pelo. Me temblaban las manos y la adrenalina que sentía a través de mi espalda me estaba haciendo sudar, pero muy en el fondo sabía que no podía ir más aprisa de lo que estaba haciendo y que si conseguía aparentar normalidad no pasaría nada en absoluto.

Cuando estuve lista me miré en espejo de mano que saqué del bolso y me descubrí con el maquille corrido y los labios y mandíbula llenos de carmín, igual que el cuello. Estuve a punto de salir al porche para lavarme la cara con agua pero oí jaleo allí y me contuve. Pasé la lengua por un trozo de la toalla que usé antes y me restregué esta por el rostro hasta que dejé de parecer un payaso. Conteniendo el aliento salí del cuarto y caminé con paso tranquilo hasta la cocina. La boca del estomago me ardía y las rodillas me temblaban, pero no podía evitar tener que presentarme allí. Cuando llegué y miré hacia el reloj de pared, me sentí mucho más tranquila. Solo eran las ocho y veinte de la mañana. Aún había allí gente apurando el desayuno.

—¡Buenos días! —Me dijeron varios al unísono. Yo les respondí y con una sonrisa me puse a preparar una bandeja de comida.

—¿Cómo fue la tarde de ayer? —Me preguntó Cosette con una media sonrisa recelosa. Se había enterado, de seguro, de que había ido a la ópera. O tal vez supiese algo más. Las fantasías se agolpaban en mi mente. Yo respondí escuetamente.

—Bien.

—¿Cómo es que no has venido antes? —Me preguntó Ramona, mirando el reloj—. Ya estamos terminando de desayunar…

—Subí a preguntarle a la Señora si quería su desayuno, pero me pidió que se lo llevase más tarde. Así que me volví a la cama. —Mentí. La mentira me pareció de lo más creíble y a no ser que hubiesen entrado en mi cuarto, aquello no tenía falla.

—Hum. —Asintió Ramona, creyéndolo a pies juntillas. El resto no estoy tan segura de que me hubiesen creído—. ¿Llegasteis tarde anoche?

—Llegaron sobre las once y media. —Anunció Ana, que me había visto entrar en la cocina a por ginebra—. Y luego se quedaron en el despacho hablando hasta las tantas.

—¡Ah! —Dijeron varios, entre divertidos y asombrados. Yo sonreí con desgana y serví el café en una taza, con algo de leche. Después algunas tostadas que habían quedado y algo de mantequilla y mermelada.

—¿No vas a desayunar tú? —Me preguntó Maurice, al ver que todo lo que estaba preparando era para la señora.

—No tengo hambre.

—¿Y eso? —Ramona pareció preocupada.

—Bebimos un poco anoche, y tengo el estómago delicado. —Medio mentí. La adrenalina ocupaba todo espacio en mi estómago. Lo tenía del revés en ese mismo instante.

—¿Bebisteis? —Preguntó Ramona con algo de agitación maternal—. ¿En el pueblo?

—Aquí. —Suspiré, y señalé con la mirada la alacena—. Un poco de ginebra que había.

—Ah. —Suspiró ella, más tranquila—. Es muy peligroso coger el coche después de haber bebido.

—Sí, sí, lo sé. —Dije mientras apuraba la bandeja del desayuno y la levanté para llevármela conmigo. Maurice salió por la otra puerta hacia el exterior para ocuparse del huerto y el resto se mantuvieron allí en la cocina, rebañando los platos del desayuno y limpiando los trastes.

Cuando salí de la cocina sentí que había representado el papel de mi vida y solo rezaba para no tener que cruzarme de nuevo con Agnes al subir las escaleras, pero mis deseos no se cumplieron. Ella estaba esperándome al pie de estas, con los brazos cruzados y una libreta en la mano donde había estado mirando algunos apuntes, a la espera de encontrarse conmigo. Yo la sonreí con vergüenza.

—La Señora me ha pedido el desayuno. —Dije con media mueca de terror.

—¿Te he visto bajar hace un rato del dormitorio de la señora? —Por su expresión deduje que como no me había visto salir con la ropa del día anterior no me habría reconocido del todo.

—Sí. —Asentí, como si fuese lo más normal del mundo—. Subí a preguntarle si quería desayunar y me dijo que le subiese la bandeja en un rato. —Alcé la bandeja en mis manos—. Y el café se me está enfriando.

—No llevabas esa ropa puesta. —Me miró de arriba abajo.

—Anoche me quedé dormida con la ropa que tenía y como me he levantado a prisa se me olvidó cambiarme. —Reconocí, bajando la mirada.

—Bueno, bueno… —Señaló las escaleras con su libreta—. Sube, no queremos que se enfríe el desayuno de la señora. —Como pareció convencida, aunque no del todo confiada, me dejó marchar. Yo solté un suspiro y me alejé todo lo rápido que pude. Una vez dentro del dormitorio de la Señora pude soltar un gemido lastimero y dejando la bandeja sobre la mesa del tocador me miré más detenidamente en el espejo. Estaba hecha un desastre, con ojeras producto del maquillaje mal limpiado y la expresión rota por el terror. Incluso me vi más pálida de lo normal. Tenía la cara descompuesta y al verme de nuevo en el dormitorio de la Señora me sentí desfallecer.

—Señora. —La llamé pero seguía envuelta entre las sábanas de la cama, esta vez más arropada que antes. Me acerqué a su lado de la cama y le retiré el pelo del rostro—. Christiane. —La llamé, haciéndola dar un respingo. Abrió los ojos con más curiosidad que sueño y cuando me vio acuclillada allí a su lado soltó media sonrisa aun adormilada. Yo solté un suspiro.

—Buenos días… —Dijo, como si nada. Yo me sentí mareada.

—Le he traído el desayuno.

—No tengo mucha hambre. —Reconoció.

—Me trae sin cuidado. —Dije, en un susurro—. He tenido que encadenar una ristra de mentiras para que no supieran que he salido de este dormitorio.

—Debías haberte ido anoche a tu cama. —Dijo, pero con una sonrisa pícara, como si quisiera decirme que no me habría dejado marchar de su cama, aunque se lo hubiese pedido.

—Me he podido meter en un problema.

—¿Recuerdas que la que infringe los castigos soy yo? —Preguntó y me dejó un poco desconcertada—. No has hecho nada malo, no al menos a mi parecer.

Como yo no supe qué contestar a eso ella optó por soltar un resoplido y un bostezo, incorporándose en la cama y apoyando la espalda en el cabecero. Yo seguí allí acuclillada, mirándola desde el borde mismo de la cama, con las manos apoyadas en el colchón. Me sonrió desde la distancia y yo le devolví una expresión asustada.

—Tienes mala cara. —Dijo, sin una sola mota de preocupación. Me cogió el mentón y volvió mi rostro hacia ella.

—Se me va a salir el corazón. —Reconocí, soltándome de su agarre. Me acerqué al tocador y le puse la bandeja del desayuno sobre las piernas—. Desayune, maldita sea. Y en un rato volveré a por la bandeja. —Ella me sonrió divertida—. Yo no he dormido aquí, y he subido a preguntarle a la hora correspondiente si quería desayunar y me ha mandado venir más tarde y me ha devuelto a la cama para que descansase un rato más. ¿Estamos?

—¿Y eso?

—Para coordinar las mentiras. Agnes vendrá a preguntarle. No me cabe la menor duda.

—Está bien, está bien. No te pongas así. —Suspiró y se llevó el café a los labios, aun con una sonrisa pérfida. Lo estaba pasando de maravilla con mi nerviosismo—. Puedes bajar. En un rato te llevarás la bandeja.

—¿Puedo entrar en el despacho a ordenar el desastre de ayer?

—Sí, claro. —Dijo encogiéndose de hombros.

Yo hice lo que sugerí y cuando llegué a la cocina sorprendí a todos con una botella de ginebra vacía y varias cortezas de limón exprimidas.

—¡Pero si esa botella estaba medio llena! —Exclamó Belmont con algo de pasmo.

—Ya… —Musité mientras la metía en una bolsa junto con el resto de sobras del desayuno y algunas mondas de patata.

—Así tienes la cara que tienes… —Soltó Ramona, negando con una expresión de reproche. Yo rodé los ojos.

—¿Qué obra fuisteis a ver? —Me preguntó Belmont.

—Don Giovanni.

—¡Ah! —Sonrió, no supe muy bien si la conocería, pero pareció asentir con aprobación.

—No te acostumbres a esta vida lujosa. —Dijo Cosette con malicia—. En semana y media se acaba la época de vendimia.

—Cosette… —Se quejó Maurice con una expresión, medio de sorpresa y espanto.

—¿Qué? Es verdad. Nos vamos y te dejamos aquí solito con estos dos abuelos. —Señaló con la mirada a Belmont y Ramona.

—¡A quién llamas abuela! —Se enfureció Ramona. Yo me tapé los oídos. Aquellos gritos me estaban perforando los tímpanos.

 


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