VENDIMIA - Capítulo 28
Capítulo 28 — Desayune, maldita sea
Pasada
la una de la mañana la conversación se había vuelto mucho más divertida y los
aires fatalistas que yo había infundido estaban disipándose en el aire, como
una nube de vapor. El alcohol ya nos había tomado la delantera a ambas y
reíamos por cualquier cosa hasta el punto en que yo me tuve que sujetar a la
butaca para no caerme de ella. Intentábamos que nuestras risas fuesen sordas
para que nadie en la casona nos oyese, pero a la Señora no parecía preocuparle
demasiado, y claro que no tenía por qué, era su casa. Sin embargo a mí al
principio comenzó a inquietarme la idea de la imagen que debía estar mostrando
de mi misma delante de ella. Solo al principio me importaba, después dejó de
hacerlo, producto del alcohol.
La
ginebra se había acabado, para sorpresa de ambas y cuando no hubo más para
beber apuramos el agua que se deshacía de los hielos en la copa. Si nos
hubieran dado otra botella de seguro la habríamos ingerido también pero yo no
estaba en condiciones de bajar a la cocina y rebuscar algo más de beber y la
Señora no se habría permitido pasar del punto en el que estábamos. La
habitación aun no me daba vueltas pero poco hubiera faltado para que me
comenzasen a pitar los oídos y perdiese la consciencia de mi misma. En ese
punto en el que estaba me habría tomado algunas copas más para llegar a
sumergirme en ese punto de semiinconsciencia donde el cuerpo se sustituye por
un cosquilleo generalizado y las ideas vagan a cámara lenta, alejando lo
importante y proyectando con asombro todo lo banal. Pero sabía que después de
aquellas dos copas y ese viaje astral aparecerían las nauseas y los mareos y no
deseaba darle esa imagen a la señora.
—Creo
que ya es suficiente por hoy. —Dijo ella y se levantó de la butaca, con más
facilidad de lo que a mí me costó. Yo hube de agarrarme a los reposabrazos y
aun así no sabía si las rodillas me fallarían. No lo hicieron. Cuando me
acerqué a recoger la bandeja ella me detuvo sujetándome la muñeca—. No es
necesario. Déjalo para mañana.
—Está
bien. —Dije, aliviada.
Ella
pareció satisfecha de mi rápida renuncia, recogió el abrigo y se condujo a su
dormitorio. Yo la seguí, con el abrigo y la bufanda que me había prestado sobre
el brazo. Entré detrás de ella y coloqué el abrigo y la bufanda dentro del
armario. Oí como ella se quitaba los tacones y se desabrochaba el vestido desde
su espalda con algo de dificultad. No se lo quitó sin embargo y cuando me volví
hacia ella me miraba desde la distancia, doblando la chaqueta de piel sobre su
propio antebrazo. Rescaté el pintalabios del bolso y se lo extendí.
—Esto
es suyo. —Dije, y a ella le costó ver qué era lo que le estaba extendido.
—¡Ah!
Cierto. Déjalo sobre el tocador.
Lo
dijo con tal desinterés que al llegar al tocador no me esperé que hubiese
avanzado hasta mí y me sujetase los hombros de pie detrás de mí, al tiempo que
yo dejaba la barra de pintalabios sobre la mesa del tocador. Este templó en mis
manos y cayó de lado, rodando unos instantes por encima de la mesa. Mi mano
había quedado suspendida en el aire y solo tenía ojos para su reflejo en el espejo,
por encima de mi cabeza. Su mirada me miraba directamente a mí, y sus ojos
chocaron con los míos a través del reflejo. Pensé por un instante que de esta
manera no sería más violento el contacto visual, pero era mucho más aterrador,
porque tenía sus dos manos sobre mis hombros y todo su cuerpo estaba detrás de
mí y yo podía verlo, pero no podía evitar nada de lo que estaba sucediendo. Era
como ver mi muerte, y sentirla al mismo tiempo, desde dos perspectivas
diferentes. Tragué en seco y ella hizo una leve presión sobre sus manos para
sentarme en el pequeño banco del tocador. Para que la altura no fuese tan
dispar se inclinó a mi lado y puso una rodilla en el suelo mientras su rostro
se posó en el hueco de mi hombro. El latido de mi corazón era tal que no podía
escuchar nada más, incluso sentí como mis oídos colapsaban y un pitido los
invadía. Cuando me miré en el espejo me avergoncé de mi propia expresión,
atontada, con las mejillas encendidas y la mirada perdida. Hubiera podido
intuir incluso una gota de sudor resbalándose a través de mi sien, o tal vez
solo fuera el cosquilleo del alcohol entumeciendo mi rostro.
Sus
manos se despegaron de mis hombros y cuando pensé que me liberaba de su trampa,
las sentí rodearme la cintura, y después la cadera y las piernas. Creo que
temblé con ese contacto y ella se sonrió. Su mirada era mucho más aterradora
entonces de lo que jamás hubiera recordado. Creo que abrí mis ojos de par en
par al mirar sus ojos en el espejo y ella debió recordar lo que le dije unas
horas antes sobre el terror que me suscitaba su mirada, porque entrecerró sus
ojos para hacer de su mirada algo mucho más fiero. Quise gritar, pero no
hubiera podido articular ni una sola palabra. Estaba entumecida, atolondrada y
aturdida. Sin embargo podía ver las pequeñas señales que me conducían a donde
ella quería llevarme. No estaba ciega, solo acojonada. Para distraer mi mirada
alcancé el pintalabios sobre la mesa y jugueteé con él inútilmente, porque ella
me lo arrebató de las manos y se inclinó a mi lado cogiéndome el mentón con una
de sus manos mientras con la otra sacó la barra de labios y la posó sobre mis
labios. Me pintó los labios con la misma delicadeza que ella había hecho sobre
si misma al comienzo de la tarde.
Yo
me dejé hacer, dándome cuenta de que ella esperaba algo más de mí para poder
obtener mi permiso. Me pregunté si realmente seguiría avanzando si yo seguía
allí parada como una estatua o si por el contrario se reiría de mí y me echaría
fuera del dormitorio con un empujón. La sola idea me aterrorizó y temblé de
pies a cabeza. Sentía el cuerpo tan liviano que su contacto sobre mi piel era
como un sueño lívido, y mi conciencia estaba tan turbada que tomar una decisión
estaba totalmente descartado. Estando sobria le habría suplicado ya hacía rato que
me besase, pero estaba tan confundida que no era capaz de tomarme en serio lo
que estaba sucediendo. ¿Realmente le hubiera pedido que me besase estando
sobria? ¡Já! No me lo creía ni yo. La idea entró en mí como una bala, y cuando
ella terminó de pintarme los labios y volvió mi rostro al espejo solo tuve ojos
para ella apoyada sobre mi hombro con una expresión dulce y apaciguada. Volví
mi rostro de nuevo a ella, lo que la sobresaltó, y alcé la mano que tenía más
cerca de ella para acariciarle el cabello. Si eso era lo que necesitaba para
confirmar que era suya, me arriesgaría. Se acercó a mí nada más que sintió el
contacto de mis dedos sobre su mejilla y me besó.
Al
principio no noté el contacto tan intenso como me hubiera gustado pero con los
segundos todos mis sentidos respondieron a ella. Sus pestañas se rozaron en mis
mejillas y su aliento se mezcló con el mío. El olor de su perfume me llegó
hasta el tuétano y aunque mi mano estaba sobre su mejilla, aún temblaba.
Todavía no había terminado el beso y ya me preguntaba cómo me miraría después
de aquello, y temiendo que por fin hubiese despertado a la víbora que me
devoraría no quise finalizar el beso. En aquella oscuridad de mis párpados
estaba segura, y mientras siguiesen sus labios jugando con los míos, no me
comería. Sin embargo cuando me separé de ella en busca de una tregua su mirada
parecía más cándida y dulce de lo que hubiera imaginado, como si hubiese temido
hacer algo incorrecto y pude apreciar en el fondo de aquella mente que me
despediría con excusas baratas y menciones a un protocolo que yo no respetaba.
En
un impulso lleno de valentía fruncí el ceño justo delante de ella y endurecí mi
expresión para mostrare que detrás del alcohol había una consciencia bien
serena. Recordándole que si me alcanzaba, me revolvería hasta agonizar. Me
deshice de la corbata sobre mi cuello con un ademán y volví a alcanzar sus
labios. Ella ya se estaba incorporando cuando yo lo hice y me recogió en un
abrazo. Hube de ponerme de puntillas para poder alcanzarla, pero no pareció
importarle, a mi tampoco. Retrocedimos hasta la cama y mientras ella se sentó
en el borde yo me deshice de los zapatos y el jersey. Me tiró de la mano para
que me sentase sobre ella y al hacerlo volvió a buscar mis labios. Después me
besó las mejillas, el cuello, la mandíbula. Sentí como todo mi cuerpo se iba
llenando de marcas de carmín. Me desabotoné la camisa y pareció sorprenderle
que no llevase sujetador. Lo había buscado con la mirada y al no encontrarlo se
sonrió. Apoyó su rostro sobre mis clavículas y me meció unos segundos sobre
ella, apretando mi cintura con sus brazos.
Mis
dedos se internaron a través de su cuello en su cabello. Se movía a través de
mis caricias y su mirada no paraba de buscar la mía, profundizando el contacto
con mayor énfasis. Sonrió maliciosamente cuando una de sus manos, bajando a
través de mi vientre se internó en mis pantalones, buscando mi sexo. Acertó de
lleno a introducir uno de sus dedos dentro de mí y yo solté un quejido,
apoyando mi frente contra la suya. Las piernas me temblaron y ella optó por
tumbarme en la cama y sacarme los pantalones y la ropa interior. Yo me cubrí
con las sábanas, avergonzada de estar tan expuesta bajo ella pero se sonrió
amable, y con ternura ella se deshizo también de su ropa. Haberla visto en
otras ocasiones tan desnuda como entonces no ayudó a apaciguar mi nerviosismo,
pero dejé caer la cabeza sobre el almohadón y solté un profundo suspiro. Las
sábanas eran suaves como la seda y su cuerpo estaba cálido sobre el mío.
Ella
se pasó mucho tiempo acariciándome el cabello y la frente, y besándome todo el
rostro hasta que hube recobrado el valor para continuar. Nuestras piernas
entrelazadas no dejaban de moverse, buscando un contacto más intenso, y mis
manos acariciaron todas las pequeñas partes de su cuerpo. De vez en cuando mis
miembros me temblaban con espasmos de placer, sus ojos me recorrían entera,
deteniéndose en cada parte de mí y de vez en cuando recurriendo a mi propia
mirada para volver a conectar conmigo. Me separó las piernas con una mano para
introducirla entre mis muslos, y después dos de sus dedos dentro de mi vagina.
Ella se dejó caer sobre mi pecho y yo abracé su espalda.
No
fue hasta ese momento que no me di cuenta de que ella tal vez jamás había
estado con una mujer, al contrario que yo, y se encontrase mucho más perdida de
lo que quisiese aparentar. Me pregunté qué estaría pasando por su mente en ese
momento y preocupada porque no se sintiese cómoda con lo que estaba haciendo la
aparté de mí con una mano sobre su hombro. Ella me miró, inundándose de mi
confusión. Terminé de apartarla para tumbarla sobre la cama y me coloqué
encima, con una de sus piernas entre las mías y juntando nuestras vulvas la
apreté contra mí. Cerré los ojos imaginando a través de mis manos todos los
volúmenes de su cuerpo y aunque ella seguía llevando el ritmo de los
movimientos intenté equilibrar la balanza. Besé sus pechos y jugué con sus
pezones con una mano mientras con la otra insertaba varios dedos dentro de
ella. Estaba mucho más húmeda de lo que habría imaginado, y cálida. Sentir la
recompensa de su cuerpo me hizo tranquilizarme. Volví a sentir que estábamos
bailando al mismo compás y esa fue la nota definitiva para tomar contacto
completo con ella. Volví a dejar que introdujese varios dedos dentro de mí y
con su pulgar me frotaba el clítoris. Los gemidos salieron de mi boca sin poder
retenerlos y eso hizo divertirse en exceso.
Volvió
a volcarme sobre la cama y esta vez me puso boca abajo, se entretuvo mucho
tiempo mordiéndome la espalda. En ese punto yo me hubiera dejado hacer
cualquier cosa. La cabeza comenzó a darme vueltas a los pocos minutos y me hizo
correr con su cuerpo apretado al mío y mi nariz dentro de sus cabellos. Aunando
todos mis sentidos sobre ella pude experimentar un orgasmo lleno de placer. La
sentí conectada a mí en un plano superior a nosotras mismas, como si su imagen
se fundiese con la mía, o tal solo la idea primitiva de ella, unificando
fuerzas conmigo para crear electricidad, fuego y agua.
Cuando
pude recuperar la respiración ella volvió a tenderse boca arriba sobre la cama
y yo bajé hasta su entrepierna, separando sus rodillas y hundiendo la lengua
dentro de su vulva. Mi nariz rozaba con su pubis y con una de sus manos dirigía
desde mi nuca los movimientos de mi mandíbula. Su humedad me ayudó a mover la
lengua y mientras con mis dedos jugaba con los labios exteriores. Aunque le
gustaba, así no se correría, así que me incorporé y le masturbe con mi mano
mientras la besaba, hasta que se vino en ella, retorciendo todo su cuerpo
alrededor de mí.
Caí
rendida a su lado y empapadas de sudor nos quedamos unos segundos respirando
con la mirada fija en el techo. No quería abrazarla, no hasta que hubiese
tomado el aire suficiente. Pensé que tal vez ya debía irme de su cuarto, pero
antes de poder hacer nada ella se incorporó y nos tapó a ambas con las sábanas.
Lo hizo con tanta naturalidad que me dejó pasmada. Después apagó todas las
luces y se quedó dormida con su mejilla apoyada en mi hombro. Su respiración
era tan calma y su cuerpo estaba tan tibio que me fue imposible marcharme y el
sueño me venció a mí también. Sin embargo no tuve un buen descanso porque
recuerdo haber soñado con mi familia, con mi hogar allá en Dijon, y con el
estrés de la búsqueda de empleo.
…
Cuando
desperté ya era de día. Ver la luz de la mañana entrar a raudales por los
ventanales me hizo sobresaltarme en la cama y me destapé completamente,
apartando las sábanas como si me quemase. Cuando puse un pie en el suelo, con
el otro aún sobre el colchón, me golpearon los recuerdos del día anterior, de
aquella misma noche, y la pesadez del alcohol se apoderó de mi cabeza. Todo me
dio vueltas unos segundos a causa de haberme incorporado tan precipitadamente y
un agudo pinchazo se clavó entre los ojos. Tuve que cerrarlos fuertemente y
pasarme la mano por la frente. Cuando me volví con la mirada aún poco nublada a
mi espalda descubrí la espalda de la Señora Schwarz medio cubierta por la
sábana que yo misma había retirado y el cabello cayendo a través de sus
hombros. Su respiración seguía siendo pausada y calma.
Intenté
enmarcar aquella situación en un modelo espaciotemporal. Era lunes, 3 de
octubre. No sabía bien qué hora sería pero de seguro pasaban de las ocho de la
mañana. Todo el mundo se preguntaría dónde estaba yo, y sobre todo, por qué la
Señora no había demandado ya su desayuno. Como nadie tenía permiso para entrar
en la habitación no nos habían descubierto, pero era cuestión de tiempo que
Agnes se hiciese con el valor de entrar y preguntar por su señora. Aquella idea
me hizo levantarme de un salto y ponerme la ropa interior y la camisa del día
anterior. Apestaba a sudor y ginebra. El cuello estaba manchado de carmín,
intenté frotarlo con la yema de mis dedos pero solo conseguí extender un poco
la macha.
—Joder.
—Murmuré para mí misma mientras me la ponía de igual manera y la abotonaba,
buscando con la mirada el resto de mi ropa. No sabía cómo debía comportarme
entonces. Estaba llena de arrepentimiento y vergüenza, por no hablar de pánico
ante la idea de que alguien nos descubriese. ¿Y cómo regresaría a mi
habitación? Debía hacer como que no pasaba nada, pero que me viesen entrar en
la cocina con la ropa del día anterior era darles una idea preconcebida de lo
sucedido. Me arriesgaría de todas maneras a bajar al menos hasta las
habitaciones. Cuando me hube puesto los pantalones y rescataba el bolso y el
jersey con el antebrazo salí del dormitorio sin hacer el menor ruido. La casa
parecía estar en calma pero me aterraba la idea de encontrarme a cualquiera de
camino a los dormitorios.
Bajé
las escaleras hasta el primer piso y cuando llegué al Hall pude divisar en la
entada a Agnes, o al menos a su figura grisácea y pálida allí plantada como una
estatua. La ignoré y pensé para mi misma: si yo no la miro, ella no me verá.
Pero estaba claro que eso no funcionaba así. Salí corriendo a los dormitorios y
cuando me adentré en el mío y cerré de espaldas a mí, sentí una sensación de
salvación como si hubiese corrido tras las líneas enemigas y hubiese encontrado
un agujero donde ocultarme.
Me
hubiera gustado quitarme toda la ropa de la noche anterior y darme una buena
ducha, pero tendría que conformarme con pasarme una toalla por las axilas y la
entrepierna, a la espera de que llegase la tarde y pudiese aprovechar mis horas
de descanso para darme un buen baño. ¡Mis horas de descanso! Ya llevaba al
menos hora y media de retraso en lo que respecta a mis tareas Me quité la ropa
del día anterior y me puse mi ropa de trabajo. Me puse las manoletinas y me
peiné y trencé el pelo. Me temblaban las manos y la adrenalina que sentía a
través de mi espalda me estaba haciendo sudar, pero muy en el fondo sabía que
no podía ir más aprisa de lo que estaba haciendo y que si conseguía aparentar
normalidad no pasaría nada en absoluto.
Cuando
estuve lista me miré en espejo de mano que saqué del bolso y me descubrí con el
maquille corrido y los labios y mandíbula llenos de carmín, igual que el
cuello. Estuve a punto de salir al porche para lavarme la cara con agua pero oí
jaleo allí y me contuve. Pasé la lengua por un trozo de la toalla que usé antes
y me restregué esta por el rostro hasta que dejé de parecer un payaso.
Conteniendo el aliento salí del cuarto y caminé con paso tranquilo hasta la
cocina. La boca del estomago me ardía y las rodillas me temblaban, pero no
podía evitar tener que presentarme allí. Cuando llegué y miré hacia el reloj de
pared, me sentí mucho más tranquila. Solo eran las ocho y veinte de la mañana.
Aún había allí gente apurando el desayuno.
—¡Buenos
días! —Me dijeron varios al unísono. Yo les respondí y con una sonrisa me puse
a preparar una bandeja de comida.
—¿Cómo
fue la tarde de ayer? —Me preguntó Cosette con una media sonrisa recelosa. Se
había enterado, de seguro, de que había ido a la ópera. O tal vez supiese algo
más. Las fantasías se agolpaban en mi mente. Yo respondí escuetamente.
—Bien.
—¿Cómo
es que no has venido antes? —Me preguntó Ramona, mirando el reloj—. Ya estamos
terminando de desayunar…
—Subí
a preguntarle a la Señora si quería su desayuno, pero me pidió que se lo
llevase más tarde. Así que me volví a la cama. —Mentí. La mentira me pareció de
lo más creíble y a no ser que hubiesen entrado en mi cuarto, aquello no tenía
falla.
—Hum.
—Asintió Ramona, creyéndolo a pies juntillas. El resto no estoy tan segura de
que me hubiesen creído—. ¿Llegasteis tarde anoche?
—Llegaron
sobre las once y media. —Anunció Ana, que me había visto entrar en la cocina a
por ginebra—. Y luego se quedaron en el despacho hablando hasta las tantas.
—¡Ah!
—Dijeron varios, entre divertidos y asombrados. Yo sonreí con desgana y serví
el café en una taza, con algo de leche. Después algunas tostadas que habían
quedado y algo de mantequilla y mermelada.
—¿No
vas a desayunar tú? —Me preguntó Maurice, al ver que todo lo que estaba
preparando era para la señora.
—No
tengo hambre.
—¿Y
eso? —Ramona pareció preocupada.
—Bebimos
un poco anoche, y tengo el estómago delicado. —Medio mentí. La adrenalina
ocupaba todo espacio en mi estómago. Lo tenía del revés en ese mismo instante.
—¿Bebisteis?
—Preguntó Ramona con algo de agitación maternal—. ¿En el pueblo?
—Aquí.
—Suspiré, y señalé con la mirada la alacena—. Un poco de ginebra que había.
—Ah.
—Suspiró ella, más tranquila—. Es muy peligroso coger el coche después de haber
bebido.
—Sí,
sí, lo sé. —Dije mientras apuraba la bandeja del desayuno y la levanté para
llevármela conmigo. Maurice salió por la otra puerta hacia el exterior para
ocuparse del huerto y el resto se mantuvieron allí en la cocina, rebañando los
platos del desayuno y limpiando los trastes.
Cuando
salí de la cocina sentí que había representado el papel de mi vida y solo
rezaba para no tener que cruzarme de nuevo con Agnes al subir las escaleras,
pero mis deseos no se cumplieron. Ella estaba esperándome al pie de estas, con
los brazos cruzados y una libreta en la mano donde había estado mirando algunos
apuntes, a la espera de encontrarse conmigo. Yo la sonreí con vergüenza.
—La
Señora me ha pedido el desayuno. —Dije con media mueca de terror.
—¿Te
he visto bajar hace un rato del dormitorio de la señora? —Por su expresión
deduje que como no me había visto salir con la ropa del día anterior no me
habría reconocido del todo.
—Sí.
—Asentí, como si fuese lo más normal del mundo—. Subí a preguntarle si quería
desayunar y me dijo que le subiese la bandeja en un rato. —Alcé la bandeja en
mis manos—. Y el café se me está enfriando.
—No
llevabas esa ropa puesta. —Me miró de arriba abajo.
—Anoche
me quedé dormida con la ropa que tenía y como me he levantado a prisa se me
olvidó cambiarme. —Reconocí, bajando la mirada.
—Bueno,
bueno… —Señaló las escaleras con su libreta—. Sube, no queremos que se enfríe
el desayuno de la señora. —Como pareció convencida, aunque no del todo
confiada, me dejó marchar. Yo solté un suspiro y me alejé todo lo rápido que
pude. Una vez dentro del dormitorio de la Señora pude soltar un gemido
lastimero y dejando la bandeja sobre la mesa del tocador me miré más
detenidamente en el espejo. Estaba hecha un desastre, con ojeras producto del
maquillaje mal limpiado y la expresión rota por el terror. Incluso me vi más
pálida de lo normal. Tenía la cara descompuesta y al verme de nuevo en el
dormitorio de la Señora me sentí desfallecer.
—Señora.
—La llamé pero seguía envuelta entre las sábanas de la cama, esta vez más
arropada que antes. Me acerqué a su lado de la cama y le retiré el pelo del
rostro—. Christiane. —La llamé, haciéndola dar un respingo. Abrió los ojos con
más curiosidad que sueño y cuando me vio acuclillada allí a su lado soltó media
sonrisa aun adormilada. Yo solté un suspiro.
—Buenos
días… —Dijo, como si nada. Yo me sentí mareada.
—Le
he traído el desayuno.
—No
tengo mucha hambre. —Reconoció.
—Me
trae sin cuidado. —Dije, en un susurro—. He tenido que encadenar una ristra de
mentiras para que no supieran que he salido de este dormitorio.
—Debías
haberte ido anoche a tu cama. —Dijo, pero con una sonrisa pícara, como si
quisiera decirme que no me habría dejado marchar de su cama, aunque se lo
hubiese pedido.
—Me
he podido meter en un problema.
—¿Recuerdas
que la que infringe los castigos soy yo? —Preguntó y me dejó un poco
desconcertada—. No has hecho nada malo, no al menos a mi parecer.
Como
yo no supe qué contestar a eso ella optó por soltar un resoplido y un bostezo,
incorporándose en la cama y apoyando la espalda en el cabecero. Yo seguí allí
acuclillada, mirándola desde el borde mismo de la cama, con las manos apoyadas
en el colchón. Me sonrió desde la distancia y yo le devolví una expresión
asustada.
—Tienes
mala cara. —Dijo, sin una sola mota de preocupación. Me cogió el mentón y
volvió mi rostro hacia ella.
—Se
me va a salir el corazón. —Reconocí, soltándome de su agarre. Me acerqué al
tocador y le puse la bandeja del desayuno sobre las piernas—. Desayune, maldita
sea. Y en un rato volveré a por la bandeja. —Ella me sonrió divertida—. Yo no
he dormido aquí, y he subido a preguntarle a la hora correspondiente si quería
desayunar y me ha mandado venir más tarde y me ha devuelto a la cama para que
descansase un rato más. ¿Estamos?
—¿Y
eso?
—Para
coordinar las mentiras. Agnes vendrá a preguntarle. No me cabe la menor duda.
—Está
bien, está bien. No te pongas así. —Suspiró y se llevó el café a los labios,
aun con una sonrisa pérfida. Lo estaba pasando de maravilla con mi
nerviosismo—. Puedes bajar. En un rato te llevarás la bandeja.
—¿Puedo
entrar en el despacho a ordenar el desastre de ayer?
—Sí,
claro. —Dijo encogiéndose de hombros.
Yo
hice lo que sugerí y cuando llegué a la cocina sorprendí a todos con una
botella de ginebra vacía y varias cortezas de limón exprimidas.
—¡Pero
si esa botella estaba medio llena! —Exclamó Belmont con algo de pasmo.
—Ya…
—Musité mientras la metía en una bolsa junto con el resto de sobras del
desayuno y algunas mondas de patata.
—Así
tienes la cara que tienes… —Soltó Ramona, negando con una expresión de
reproche. Yo rodé los ojos.
—¿Qué
obra fuisteis a ver? —Me preguntó Belmont.
—Don
Giovanni.
—¡Ah!
—Sonrió, no supe muy bien si la conocería, pero pareció asentir con aprobación.
—No
te acostumbres a esta vida lujosa. —Dijo Cosette con malicia—. En semana y
media se acaba la época de vendimia.
—Cosette…
—Se quejó Maurice con una expresión, medio de sorpresa y espanto.
—¿Qué?
Es verdad. Nos vamos y te dejamos aquí solito con estos dos abuelos. —Señaló
con la mirada a Belmont y Ramona.
—¡A
quién llamas abuela! —Se enfureció Ramona. Yo me tapé los oídos. Aquellos
gritos me estaban perforando los tímpanos.
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