EL CASTIGO DE LOS SUICIDAS


Nunca me he detenido a pensar demasiado en el significado de la muerte, si es que realmente posee alguno. Nunca he sentido cierta predilección por esos densos pensamientos y cavilaciones que conducen a erróneas conclusiones sobre la vida y el tiempo. Sobre la existencia del ser humano, sobre su próxima existencia. No me he considerado nunca un hombre muy devoto, pero tampoco he pecado de incrédulo. He vivido durante muchos años sin haber necesitado una prolongada reflexión acerca del sentido de mi vida. He vivido, trabajado y disfrutado de todos los pequeños placeres que se me han ido acercando como cualquier hombre haría, tranquilamente, viviendo apasionadamente pero sin pausarme. Sin pensarlo demasiado. 

Es más, siempre he considerado un pérdida de tiempo intentar hallar las respuestas de preguntas que ya han sido formuladas con malicia, pues nunca se ha llegado a consenso acerca de lo que hay al otro lado de la muerte, o si aun cuando estamos expirando algún ángel funesto se nos presenta y nos extiende la mano con la intención de llevarnos al otro lado. Nunca me ha quedado claro qué o quiénes son los que nos esperan al otro lado, si comenzamos por creernos que hay otro lado a partir de esta existencia terrenal donde nos encontramos. ¿Un hombre, varios? ¿Cientos de mujeres, o tal vez la inexistencia? ¿La paz, el consuelo o el descanso? Supongo que cada hombre sin remordimientos espera al otro lado aquello de lo que se ha privado en esta vida, en un intento por ser un buen samaritano, tal vez con férrea voluntad casi monacal. 

Pero, ¿qué es lo que hallan aquellos que se ahogan en sus remordimientos? Algunos dicen que los más horrendos demonios, bestias y seres les infligen un castigo terrible por el resto de la eternidad, otros que sus almas vagarán eternamente por la tierra sin consuelo. También he oído decir que la idea de no ver a dios es suficiente castigo como para redimirse de sus pecados antes de expirar. Pero ahora, amigo mío, que yo ya me siento tan mayor y el corazón me ha dado algún susto que otro. Cuando la mente me funciona mejor que el cuerpo y no puedo hacer otra cosa que pensar y meditar, rememorar toda mi vida y hacer recuento de mis actos y de mis pensamientos, no puedo evitar que me asuste, aunque sea tan solo algo momentáneo, la idea de qué será de mí después de la muerte. 

No, no te alarmes. No estoy haciendo una confesión de última hora ni necesito un cura para la extremaunción. Solo medito. Y muy a mi pesar, acerca de aquello que durante toda mi vida he dejado de lado. No se me ocurre destino más oscuro ni camino tan temeroso que la inexistencia momentánea. Un día estás aquí, y al siguiente, tu conciencia, la persona que eras, junto con tus recuerdos, costumbres y hábitos, dejan de existir sin más. Otros los recordarán. Eso es lo único que dejas detrás de ti, la impresión que causaste en otros. Tal vez por eso tanta gente se dedique a falsear sus apariencias, y viva a base de ellas, de las suyas propias y de las de los demás. Pero, ¿ves? Ya vuelvo a filosofar. Ahora la cabeza la siento más ligera que hace unos años y sin embargo el cuerpo me pesa, me pesa demasiado. 

He sido durante muchos años inconsciente, tal vez ciego, ante la visión del final. Pero es inevitable que a mi edad, y con la tuberculosis que me diagnosticaron hace una semana, no piense en ello constantemente. Desde hace unos días hasta hoy, he entrado en una espiral de recuerdos y remordimientos que me atormentan y desasosiegan. Me despiertan a mitad de la noche entre sudores y ya no puedo volver a conciliar el sueño. Me ahogan, me subyugan y atemorizan. Tiempos que no he aprovechado, oportunidades que he desperdiciado y personas a las que no he amado lo suficiente. Todo eso me atormenta como una nube que se suspende sobre mi cabeza y comienza a relampaguear. Antes no me encontraba tan mal, seguía estando mayor, pero desde hace unos días, ya apenas duermo. No siento, ya casi no como nada. Y todo por culpa de un recuerdo, un horrible recuerdo que, pensado con perspectiva e incluso una anécdota divertida. O una broma de la que pude ser víctima. Nada más. Y sin embargo, me está matando. 

Te lo contaré, porque ya que has venido hasta aquí, al menos te mereces una explicación de mi estado de ánimo. Hace unos días, sin previo aviso, recordé una situación que viví hace ya muchos años. Una historia que me ocurrió, más bien que les ocurrió a otros y ellos me contaron, que me ha dejado desde que la rememoré, trastornado. Ya la había olvidado, porque la juzgué como una mera burla que alguien se hubiese inventado para tomarnos a mí y a mis amigos el pelo. Y seguro, que tú al oírla, también pienses que nos gastaron una broma de mal gusto. O que las personas de las que voy a hablarte estaban mal de la cabeza. Sería mucho más fácil asumirlo así. Entenderlo de esta manera y dejarlo correr. Pero… ¿y si no estaban bromeando? Es eso lo que me inquieta.

Esto ocurrió allá por el año 1920, tal vez era el 1922. Cuanto más pienso en ello, más bailan las fechas en mi mente. Solo sé que la guerra ya hacía algún tiempo que había terminado y que el país estaba floreciendo de nuevo después de tantos bombardeos y destrucción. Pero debió de ser antes de que conociese a mi esposa, ya fallecida, la pobre. La conocí en el año 1923, así que en ese periodo de fechas debió suceder. No tengo ya casi ningún documento de aquella época, porque forma parte de una etapa ya cerrada de mi existencia. Sin embargo, aunque tuviese algo de aquello, no me he molestado en buscarlo. Temo encontrarlo, y desfallecer. 

Por aquel entonces yo no era más que un joven naturalista al servicio de la botánica y todos sus intríngulis. Como sabrás, mi especialidad eran las flores, todo tipo de flores. Mi padre aborreció mi profesión y aun así dedicó sus buenas sumas de dinero para costearme el equipo necesario y todo el instrumental para trabajar de ello. Supongo que en el fondo, nadie que se precie puede resistir al aroma y los hermosos colores de las flores. Después de la guerra nadie quería volver a pensar en ella y todo el mundo invertía en los más superfluos pasatiempos. Yo fui uno de ellos, y junto con varios colaboradores, tan aficionados a la fitología como yo, emprendíamos viajes hasta los lugares más remotos del país con la intención de encontrarnos con la vegetación más extraordinaria y exótica que estaba a nuestro alcance. 

La breve historia que voy a referirte ocurrió en un pueblo al norte del país, un pequeño pueblecito de apenas veinte o treinta casas, lleno siempre de una bruma neblinosa y cubierto todo con una espesa capa de amargura allá donde se mirase. El nombre del pueblo no lo recuerdo, y no quiero hacer el esfuerzo de recordarlo. Si en algún momento caigo en él y lo vuelvo a tener paladeándolo en mi boca, tal vez enmudezca de por vida. En todo caso, con decirte que era una pequeña aldea al norte del país, debería serte suficiente. Fuimos allí en carro. El grupo lo formábamos dos botánicos, un entomólogo y una pintora. Ella es la protagonista de esta narración. Joven, muy bonita y siempre con la mirada algo perdida y pensativa. Se había enrolado con nosotros a petición de mi padre, el cual había oído decir de ella que sus acuarelas de pájaros y conejos eran lo más hermoso que había visto nunca. Tanto alabó sus artes pictóricas que yo no pude por menos que sugerirle el trabajo de ser nuestra pintora y enrolarse con nosotros para que, acompañándonos, hiciese detallados dibujos y esquemas de las plantas e insectos que íbamos encontrando por el camino. 

Ninguno de nosotros la conocimos hasta el día del viaje. Era joven, de unos veinticinco años. Con el cabello recogido en un austero moño y enfundada en el vestido más cómodo que pudo agenciarse. Llevaba consigo una maleta beige, no muy grande, y ya nos esperaba dentro del carro en donde viajaríamos. El viaje fue denso y algo pesado. Ella apenas habló y se mantuvo al margen de todas las conversaciones como si le diese vergüenza intervenir, aunque en sus miradas de soslayo no advertía realmente un interés por nuestras conversaciones. Yo creo que le traían sin cuidado, por no decir que el debieron parecer aburridas o mediocres. No. Nos estaba observando. Con cada mirada de soslayo recogía un pequeño detalle de cada uno y se lo guardaba para sí en su memoria. Estoy seguro de ello.

Sus ojos y su cabello tenían el mismo color. Castaño, y dependiendo de la luz, dorado o negro. Apenas recuerdo bien las facciones de su cara. Eran dulces, pero a veces, un poco severas. Ya te digo, había olvidado este recuerdo hasta hace bien poco, y por consiguiente, también me había olvidado de ella. Era muy amable y respetuosa, que no te engañen mis impresiones. Era terriblemente trabajadora y cuando comenzaba una pintura, no cejaba hasta terminarla. Conocía los tiempos necesarios para llevar a cabo las láminas y aceptaba todas las críticas y peticiones con total diligencia. Era trabajo, solía decir ella, hay que ser responsable con la confianza que otros depositan en ti. 

Nuestra llegada al pueblo supuso un gran acontecimiento. Había una lúgubre casa de comidas en donde nos aseguramos de alquilar cuatro habitaciones, y por consiguiente, fuimos la comidilla del pueblo. El lugar donde nos alojamos estaba algo destartalado y mal acondicionado, pero en referencia a otras casas por las que pasamos en aquel pueblo, parecía ser lo que en mejores condiciones se encontraba. Tenía dos plantas, la planta inferior con la cocina, el salón de comidas y las habitaciones de los empleados, así como las despensas y el almacén. La planta de arriba disponía de al menos media docena de habitaciones, un par de ellas abuhardilladas. En una de las más grandes me instalé yo, y la joven acuarelista, se agenció una de las pequeñas buhardillas. Parecían trasteros, por lo poco que pude ojear dentro, pero ella aseguró que era más que suficiente. 

Tal vez estés pensando en que no te he mencionado su nombre. No hace falta, no quiero decirlo en alto y mucho menos que empiece a formar parte del vocabulario de otra persona. No. No te lo diré. Sin embargo podemos usar una abreviatura, simplemente una inicial. No. Tampoco eso me parece adecuado. Tendrás que conformarte con la escasa información que voy a referirte porque no quiero tentar a los astros, o a los demonios. Sabe Dios qué puede ocurrir. La llamaremos, la acuarelista. Punto. 

En fin, continuaré con el relato. Los primeros días nos limitamos a instalarnos, entablar amistad con las personas de aquél pueblo y conocer los alrededores, que al fin y al cabo, para eso habíamos ido. Desde aquel pueblo, adentrándose uno en las montañas, se encontraban varias rutas de paseo por las que se podían hallar todo tipo de flores silvestres e insectos interesantes. Nuestro compañero el entomólogo iba en busca de mariposas. Era un gran aficionado a todo tipo de mariposas y polillas. Las más coloridas no le atraían tanto como las oscuras y feas. Era algo que siempre le había echado en cara, pero era un hombre peculiar. El otro botánico y yo estábamos a la caza de helechos y flores, respectivamente. El estudio de los helechos, la pteridomanía, conocida como fiebre del helecho, fue como sabrá, una disciplina que tuvo su mayor auge en la época victoriana. Se usaban para todo, como regalos en un bautizo hasta decoración para lápidas memoriales. Mi amigo era un hombre vintage, atrasado para su tiempo. Ya no estaba aquello tan de moda pero le gustaba, y cuando un hombre tiene dinero puede dedicarse por entero a sus aficiones. Allí encontramos gran cantidad de lengua de ciervo, cuerno de alce y blecno

Yo sin embargo estaba allí por trabajo, no tanto por diversión, aunque mi trabajo me entusiasmaba. Me habían enviado expresamente a recolectar, documentar e identificar todo tipo de flores silvestres que encontrásemos por aquella región del norte. Me había contratado un hombre que estaba redactando una guía, por no decir una enciclopedia, de todas las flores silvestres y autóctonas que se hallaban en el país. Llegamos a mediados de la primavera, y todo el monte estaba plagado de cardos, con sus pequeñas florecillas moradas cubriendo extensas laderas de un tono violáceo muy hermoso. Cuanto más nos adentrábamos en la espesura más evidentes eran. Pero también encontrábamos, en laderas naturales y suaves colinas algunos narcisos amarillos, y en raras ocasiones, rosas silvestres. ¡Ah! Pero los tréboles. Los tréboles estaban por todas partes naciendo de la nada en cualquier rincón. Cubrían todo el paraje como un lecho verde bajo nuestros pies. 

En las primeras expediciones, la acuarelista ya realizaba sus propios bocetos y cogía una de cada una de las flores y variedades de helecho y se los llevaba con ella entre las hojas de su cuaderno. No sé si apreciaba tanto como nosotros la vitalidad que se respiraba de cada uno de los pétalos, o las hojas, pero no parecía mostrar más interés por una flor que por una piedra. Pero mientras hiciese su trabajo, no podríamos tener queja de ella. Era silenciosa y meditabunda. Ahora que lo pienso con más detenimiento, durante los largos paseos por el monte apenas pronunciaba una sola palabra. Cargaba ella sola con un pequeño maletín y cuando se le pedía que pintase una u otra planta, ella se sentaba donde bien podía y abriendo su maletín y sacando papel y acuarela, pintaba con determinación. Cuando tenía un muy detallado boceto, dejaba secar el papel y volvía al camino. 

Tal vez ese fuera el único defecto que se le pudiese achacar, era solitaria y silenciosa. Tal vez meditabunda. Pero parecía apañárselas bien en todo momento y siempre sabía resolver cualquier pequeño problema. Era algo orgullosa para recibir ayuda por nuestra parte, pero estaba en su carácter ser independiente. Si es cierto que cuando nos sentábamos los cuatro a las horas de las comidas, el silencio por su parte siempre se hacía notar, aunque con el tiempo nos acabamos por acostumbrar a él. En esos momentos nos miraba con ojos despiertos y estoy seguro que aprendía de nuestras tertulias o nuestras discusiones. 

Volvamos al tema, como verás no puedo evitar dispersarme a medida que, narrándote esto, me vengan nuevos recuerdos a la mente, pequeños detalles, que me sobresaltan. Nuestra llegada al pueblo, como te estaba comentando, causó un gran revuelo. El pueblo, por llamarlo de alguna manera, eran un puñado de casas en medio de un monte, rodeado de hermosas sendas por las que descubrir y disfrutar de su flora. En él había una posada donde nos quedamos a dormir, un zapatero, un pequeño colmado y una pequeña iglesia. Era casi del tamaño de una ermita. Y esto nos lleva al punto principal de nuestra historia. Antes de hacer aquel viaje, al contarles a las gentes de alrededor que nos dirigíamos a aquel pueblecito, intentaron disuadirnos sin darnos demasiadas explicaciones. Al principio nos disuadían advirtiéndonos de que allí apenas tendríamos recursos como en la ciudad, y que deberíamos ir al pueblo más cercano en busca del correo, de un litro de leche o de un poco de pan. Exagerados, dijimos. Después fue la excusa del clima. El frío, la niebla que se te mete en los huesos hasta hacerlos astillas. Llegaron a vaticinar, incluso en aquellas épocas del año, que nevaría y se nos cortaría el camino. Nada de eso ocurrió. Sin embargo mis sospechas de que algo estaba ocurriendo me llevaron a preguntarle a un tabernero ya casi al final de nuestro viaje, qué era aquello que espantaba a todo el mundo y que hacía de aquel pueblo algo de lo que advertirnos, como a niños, de que viene el coco. 

–El coco. –Dijo el tabernero, divertido, afirmando a su vez con un asentimiento-. Ese mismo. El coco. 

–¿El coco?

–El párroco. –Murmuró, aunque no con demasiado disimulo. Solo para advertirme de que era un secreto a voces. 

–¿Qué tiene el párroco? 

–O,h por el amor de Dios. –Exclamó uno de nuestros compañeros–. Estamos en el siglo XX. ¿Aun hay personas temerosas de Dios, atemorizadas por párrocos?

–Es un pueblecito pequeño, apenas un conjunto de casas, perdidas en los montes. Es normal que sean conservadores. 

–No, no, no. –Dijo el camarero, atropelladamente–. No es de Dios de quienes temen. No se confundan ustedes. Es del propio párroco. Es un tirano. Un joven, y un tirano. 

–¿Tan mal se porta con los pobres parroquianos? Seguro los tiene atemorizados. –Decía un compañero. 

–Como muchos párrocos. No le demos mayor importancia. –Medié yo–. Iremos de cualquier manera, ya no podemos darnos la vuelta. Y aun así, si nos supone un problema, intentaremos llegar a un acuerdo. ¿Bien?

Aquello no llegó más lejos. Y para ser sincero, no me daba nada de temor tener que enfrentarme a un meapilas. Nunca he sido muy devoto, y sigo sin serlo. Ah, pero aquel hombre estoy seguro de que tampoco lo era. 

Cuando llegamos al pueblo y pedimos el alojamiento, no tuvimos ninguna mala impresión de aquella población. Todos trabajaron con diligencia, eso sí, con un poco de asombro y sobresalto por nuestra repentina aparición. La posada era maravillosa, a mi forma de ver. La comida era muy sabrosa y había un pequeño espacio con unas mesas, una chimenea y un par de butacas que daban un ambiente hogareño qué más quisiera tenerlo yo en mi piso aquí, en la capital. Es cierto que estaba todo un poco destartalado, pero probablemente aquella posada, al igual que el resto del pueblo, hubiese nacido en una época medieval anterior a lo que yo pudiera conocer. Y se había conservado tal como era, no como los que somos de la capital, que cada veinte años queremos cambiarlo todo, porque ya no sabemos hacer las cosas de forma duradera. 

Los primeros días transcurrieron con normalidad. En un principio nuestra estancia se prolongaría durante al menos tres semanas, a lo mucho, un mes. Así que por fuerza, en un pueblo con menos de cincuenta habitantes, habríamos de toparnos con aquel cura. Ocurrió al tercer día. Yo me hallaba solo, en la barra de la taberna, cuando dos paisanos que estaban sentados en una mesa charlando animadamente, interrumpieron estrepitosamente su conversación y se produjo un silencio sepulcral. Solo se oía el viento que entraba por la puerta entreabierta. Clavé mi mirada en la tabernera que miró de soslayo por el rabillo de su ojo hacia la puerta e ignoró aquello que había entrado, como quien cree percibir un espectro y cree que va a irse, por ignorarlo. 

Un joven, de unos veinticinco o veintiséis años se sentó justamente a mi lado, y lo hizo con premeditación, pues el resto de la barra estaba libre. Lo hizo con un suspiro y un quejido, como evidenciando su presencia por si a alguien le había pasado inadvertida. Le pidió una copa de vino a la camarera y esta ya se lo estaba sirviendo. El hombre se volvió a mí con una mirada despierta y una expresión curiosa. 

–Brindemos, forastero. –Me dijo y levantó su copa con un toque de humor ácido–. Porque lo que sea que les esté reteniendo aquí, les libere prontamente. 

Yo ya había levantado mi vaso de whiskey cuando escuché aquella mordaz advertencia. Ya era tarde cuando quise retirar el vaso porque él ya había entrechocado los cristales. Después se llevó la copa de vino a los labios y yo me quedé mirando su perfil. Era moreno, aunque de tez blanquecina. Ojos oscuros como un animal y pómulos sonrosados. Si sus palabras no me hubiesen querido molestar, habría jurado que era todo bondad. Pero cuando su mirada se volvió a mí, aun con los labios en la copa, a sabiendas de que le estaba observando, un escalofrío me recorrió de pies a cabeza. Como una descarga eléctrica. 

¿Alguna vez ha visto a alguien morir por una descarga eléctrica? No tiembla y se revuelve, dando brincos, como se suele imaginar. No señor. Cuando la corriente atraviesa su cuerpo, se queda estático, quieto y tenso, y ya está. Eso es todo. El cerebro frito y los órganos chamuscados. Eso sentí. Como si me atasen pequeños ganchos por toda la piel y tirasen de mí, en tensión. Para mantenerme quieto como en un bastidor. Súbitamente recordé las mariposas que mi amigo tenía en un expositor, allí muertas, clavadas con sus alas abiertas sobre el tapiz con pequeños alfileres por todas partes. Así me dejó su mirada. 

–Estamos pagando religiosamente a la posadera. –Le dije, dejando el vaso sobre la barra. Intenté ser todo lo amable que mi voz trastornada podría mostrar-. Y tenemos mucho trabajo que hacer. No molestaremos, y nos iremos cuando hayamos terminado. Ni un día antes. 

Ante aquella confesión se quedó meditando en silencio. Tanto tiempo que pensé que no me había estado escuchando, pero después asintió despacio, jugueteando con la base de la copa entre sus dedos, sobre la barra. Llevándola de un lado a otro en movimientos de corta distancia. 

–Todos los forasteros son bienvenidos. –No parecía querer decir mucho más que aquello, dejándolo a libre interpretación. Terminó la copa de vino y se disponía a marchar cuando yo me decidí a contestarle. 

–Más vale que nos deje hacer nuestro trabajo, o de lo contrario prolongaremos nuestra estancia todo lo que sea necesario. –Al decirlo, él se detuvo a medio camino de llegar a la puerta. La posadera me murmuró por lo bajo, fingiendo que limpiaba un vaso. 

–¡Pero cállese, hombre…!

–¿Le veré en la misa de las doce? –Preguntó a lo que yo negué con el rostro. 

–Lo siento, señor. Somos científicos, mis amigos y yo no iremos a misa. –Los hombres que se habían quedado silenciosos en una de las mesas se volvieron a mí más temerosos que escandalizados. El párroco por el contrario sonrió, para nada sorprendido. No debía habernos visto en la iglesia desde que estábamos allí.

–En ese caso, ya encontraré otras maneras de que coincidamos. –Dijo, y marchó definitivamente. La camarera se quedó con ganas de reprenderme pero en la estancia aun perduraba la presencia del cura, y el miedo se había apoderado de todos, lo suficiente como para mantener su silencio durante unos minutos más, como una estela de terror. Aproveché aquello para marcharme a mi cuarto y de camino, avasallar a uno de mis compañeros y contarle lo que había sucedido. 

–Los párrocos de los pueblos, ya sabes cómo son… –Intentó consolarme él, pero yo negaba con el rostro, lleno de ira contenida. 

–Es un muchacho. –Dije aunque en verdad no sería cinco o seis años más joven que yo–. Pero cuando habla, corta como el filo de un cuchillo. No me extraña que tenga a estos paisanos atemorizados…

La segunda vez que nos cruzamos con él fue en un paseo que dábamos los cuatro por uno de los caminos que desembocaba al río. La acuarelista se había quedado atrás pintando unas manzanillas que habíamos encontrado en el camino. Nosotros llegamos al río por un camino de bajada por el que de seguro transitaban a menudo las paisanas para llegar a lavar al río la ropa sucia. Allí estaba el párroco, al borde del río, mirando hacia dentro del agua. En su rostro tenía una mueca fruncida, no estoy muy seguro de si era por el resplandor del sol en el agua, que le llegaba a deslumbrar, o por el contrario estaba cavilando algo profundamente. Cuando nos oyó, cosa inevitable, no se volvió a nosotros inmediatamente. Dejó que nos acercásemos, y lo hicimos de forma muy natural. Después de haber andado veinte minutos solos rodeados de montaña, ver otro ser humano se nos hizo inspirador, incluso si era el párroco. 

–Hace un buen día para pasear, ¿verdad? –Le preguntó uno de mis compañeros, el otro botánico. El párroco se volvió a nosotros, con las manos entrelazadas en la espalda. 

–Un día estupendo, no me cabe duda. 

Mi compañero, que no había tenido hasta entonces un encuentro desagradable con aquel hombre, se mostró cordial y amable pero yo recelaba y me mantuve al margen. El entomólogo se arrodilló al borde del río y se refrescó las muñecas y la nuca con algo de agua. Estaba helada, por cómo se quejaba. 

–Qué joven es usted, para ser el párroco. Estamos tan acostumbrados a que los hombres de Dios sean ancianos encorvados y reumáticos… ¿cierto?

–Muy cierto. –Asintió, y volvió a mirar hacia el río–. Mi predecesor murió hará unos tres años. El pobre se metió en la cama, tan sano como de costumbre, y ya no despertó más. –Los tres que estábamos allí levantamos la mirada en su dirección, con un escalofrío en la nuca–. Que envidia. ¿Verdad? Qué muerte tan dulce. No notó nada. Se perdió por ahí, en algún lugar de su sueño. 

Aquellas palabras nos dejaron mudos, y aunque mis amigos se las tomaron al pie de la letra, yo no pude evitar imaginar todo tipo de posibles ideas macabras que se traducían de aquella declaración tan mórbida. Sin más preámbulos se despidió de nosotros deseándonos un buen paseo y desapareció por donde nosotros habíamos llegado al rio. Después de que el sonido de sus pisadas desapareciese no pudimos evitar comparar impresiones. Al cabo de un rato nos reíamos, porque nos creíamos presa de una histeria colectiva de lo más natural. Todos éramos fans de las historias de intriga y asesinatos, pero éramos más realistas que eso, y acabamos por tomarnos toda la situación a broma. Hasta que, pasados unos diez minutos, alguno preguntó. 

-¿Dónde está la acuarelista?

Entonces sentí una ansiedad creciente en mi estómago. La habíamos dejado en el camino por el que el párroco había desaparecido. No me hubiera extrañado que él supusiese que ella andaba detrás, y hubiese salido a buscarla. Lo imaginé como un gran lobo de caza, que ha olido la presa y ha seguido su rastro. Pero sentí vergüenza ante aquellas conjeturas y me alivié pensando que todo había sido producto de nuestra mente. Que aquel, era un hombre normal, con un carácter difícil, pero lógico. Sin embrago en las expresiones de mis compañeros también hallé esa culpabilidad creciente. Todos nos volvimos hacia el camino dispuestos a salir corriendo en busca de la muchacha, cuando ella aparecía de repente, desembocando desde el camino, con pasos cortos y precavida, mirando al suelo, procurando no tropezar con algún guijarro. Todos suspiramos de alivio al verla aparecer allí con su maletín colgando del brazo y un bloc de pintura en su mano. 

–¿Estás bien? –Preguntamos, y ella, al levantar la mirada y vernos con aquella preocupación punzante, sonrió confundida. 

–Claro… ¿Qué ha ocurrido? Tienen los rostros descompuestos, señores. ¿No les habrá sentado mal el agua del río? ¿Están fatigados?

Aquello se quedó tal cual. Nadie indagó mucho más y a pesar de que todos nos hacíamos la misma pregunta, nadie la formuló en alto. La pregunta era: ¿Se habrían encontrado por el camino, o él se habría desviado? No era lógico pensar que ella hubiese tomado otra ruta, y tampoco parecían haber interactuado. No quisimos preguntarle si se hubo encontrado con el párroco, para no alarmarla, pero ella tampoco nos comentó que lo hubiese hecho. Ella, tan silenciosa…

Sin embargo, y esto no puedo prometer que sea cierto, el otro biólogo juró haber visto al párroco aquella misma tarde saliendo de la casa de comidas con una flor de manzanilla prendida del ojal de su sotana. Mis dos compañeros se rieron hasta llorar ante conjeturas que saltaban como chinches en la sobremesa, cuando la acuarelista ya se había ido a descansar. Conjeturas todas infantiles, incluso algunas subidas de tono que a mí me ponían en una situación incómoda. Era el único que no estaba disfrutando de la presencia de aquel hombre en el pueblo, pero no le hice saber de mis inquietudes. Tenía mido de que se riesen de mí, como se reían del párroco, o de la acuarelista. 

Pasada una semana de nuestra llegada, la cosa se complicó mucho más. En el ambiente se podía masticar la tensión que los paisanos demostraban hacia nosotros, temían por ellos mismos, y por la cólera que insuflabamos en su párroco. No asistíamos a las misas, pero podía imaginarme que desde allí se gestaba el odio que después se traslucía en las miradas de todos los paisanos. Querían que nos marchásemos, en parte para no provocar a su párroco, y en parte para que no pasásemos por el infierno que ellos debían de estar pasando. Yo sentía, al igual que ellos, a la par lástima y resquemor. 

Las risas de mis dos compañeros continuaron hasta, como he dicho, una semana, o semana y media, tal vez dos, desde nuestra llegada. Cuando al bajar a desayunar una mañana, descubrimos en el comedor a la acuarelista desayunando con el párroco. O alargando una conversación que se hubiese producido durante el desayuno, porque las tazas estaban vacías y los platos con sobras y migas. No se percataron de nuestra presencia inmediatamente. Ella parecía severa con sus palabras, movía la mano con gestos secos y contundentes, como reprendiéndole. Y él, con una sonrisa dulce y divertida, la miraba lleno de candor. Nuestros pasos les obligaron a levantar la mirada momentáneamente y nos saludaron con un gesto de su cabeza, suficiente como para decirnos que no nos inmiscuyésemos, y que por nada del mundo nos sentásemos con ellos. Después ella bajó el tono de su voz y siguió hablando con esa expresión seria. El soltó una carcajada. 

Nosotros tres desayunamos en silencio y aunque intentábamos escuchar aquella conversación tan interesante a nuestros ojos, no pillábamos más que palabras sueltas, a lo que acabamos cruzando miradas de extrañeza entre nosotros. Mirábamos por encima de nuestros hombros también para captar aquella escena tan anodina y sorpréndete. Se hablaban y miraban con confianza inusitada y todos caímos en lo que habíamos estado confabulando. Ya habían hablado antes. Sí, acordamos, esos días se habían estado hablando. 

Cuando terminamos nuestro desayuno nos levantamos y le hicimos una señal con la mirada a la acuarelista para que se levantase, pues era hora de trabajar. Lo hizo con una diligencia servicial que era habitual en ella. Se despidió del párroco que se levantó a su vez, y en vez de soltar un ademán de su rostro, él estrechó su mano y se la llevó a los labios, como un gesto mecánico endulzado con una mirada candorosa. Ella le sonrió con ternura de vuelta. No fue hasta que no anduvimos al menos dos kilómetros que ninguno de notros se atrevió a preguntarle por aquella charla. En parte porque no era asunto nuestro, y en parte porque estábamos seguros de que no obtendríamos más de lo que ya sabíamos. Sin embrago, sus respuesta nos dejó algo más conformes. 

–Solo hablábamos de política. –Dijo, y con aquello dio por finalizado el tema. Nosotros no preguntamos nada más. 

Mas aquello se repitió incontables ocasiones. Tantas, que durante la siguiente semana se volvió habitual verlos juntos. Cuando ella no estaba con nosotros trabajando y el párroco no tenía que oficiar misa, siempre se les podía encontrar a uno junto al otro. Charlando en la casa de comidas, merodeando la iglesia o paseando por los caminos. Algunas ocasiones, cuando yo ya estaba rendido y tras un par de vasos de whiskey, me disponía a marchar al dormitorio, allí seguían ellos sentados junto al fuego echando una partida al ajedrez en competo silencio. Era tan extraño mirarlos, que a veces me sentía violento ante la presencia de ambos. Estaban emitiendo una concordancia tan perfecta, que era repulsiva. Me preguntaba constantemente si los paisanos de aquel pueblo no se extrañarían de ver a su párroco tan encaprichado de una muchacha, dedicando largas horas a pasear con ella y charlar con una expresión que por lo normal era tranquila y agradable. Nadie parecía notar aquello, o por lo menos, todos ignoraban aquello como se habían acostumbrado a ignorar todo lo que viniese de su párroco. De seguro aquello les resultaba tan insólito que lo temían mucho más que la versión original de su párroco.

Sin embargo, la versión sosegada y la violenta sabían coexistir. Una mañana, cuando volvíamos de nuestros paseos hambrientos y sedientos, encontramos una escena dantesca que se desarrollaba a la puerta de la taberna. Un hombre, evidentemente ebrio, estaba tirado en el suelo hecho una bola, encogido como un insecto, mientras el párroco le asestaba mortales golpes con un bastón sobre el costado. Al tercer o cuarto golpe que le vimos realizar, el bastón se partió por la mitad, pero esto no detuvo al párroco, que seguía golpeándole con total indiferencia. De seguro ya le habría partido alguna costilla antes de que nosotros llegásemos, pero era evidente que ante nuestros ojos, le estaba reventando los órganos. 

–¡Pare! –Gritó mi compañero, el botánico–. ¡Pare, buen hombre…! –Se acercó corriendo, lastimosamente, hasta quedar a la vera del párroco, pero no se atrevió a quitarle el bastón de la mano, pues la mirada del joven, iracunda y feroz, le detuvo en seco–. Pare… ¿no ve que lo va a matar?

–¡Mejor! Que muera… –Intentó golpearle de nuevo pero se detuvo un instante mirando por encima de mi hombro. Por un momento pensé que me estaba mirando a mí, pero miraba a la acuarelista que apareció tras mi espalda. La imagen de la muchacha lo detuvo unos segundos, con el bastón en alto. Después descargó de nuevo el bastón repetidas veces hasta que se cansó y tiró la vara de madera por ahí, sin cuidado. Tenía la respiración agitada y los ojos satisfechos. 

–¿Qué le pasa? –Le espetó mi otro compañero, adelantándose. Yo no me atreví. Me había quedado clavado en el sitio, con la acuarelista a un lado.

–Este hombre es un borracho. Bebe día sí y día también y molesta a todo el mundo. No va a misa, y cuando va, se queda dormido. Es un beodo sin remedio y Dios ha querido castigarle por su comportamiento. –Hablaba apresuradamente, cogiendo bocanadas de aire por la fatiga–. Personas como estas sobran. –Dijo y ante él yacía el cuerpo inconsciente de un hombre ensangrentado–. Muerto está mejor. ¿No ve lo tranquilo que se ha quedado? 

Tambaleándose por la fatiga se volvió y enfiló el camino hacia la iglesia. No había nadie allí más que nosotros y yo, quieto como una estatua, era incapaz de moverme. No habíamos hecho nada por detenerle, y no estoy de que si, de haber encontrado el valor, hubiéramos podido realmente hacer algo. La acuarelista, que hasta ese momento se había quedado completamente quieta a mi lado, yo supuse erróneamente, que tan atemorizada como yo, se adelantó y caminó con paso tranquilo hasta el cuerpo que yacía en el suelo. Sorteó a nuestros dos compañeros y se quedó mirando el rostro inconsciente y desfigurando de aquel hombre con una indiferencia morbosa. Con un ademán sosegado, sacó su librito de apuntes y de entre sus páginas extrajo un narciso. Lo arrojó al cuerpo como quien tira flores en una tumba, con un silencio solemne y apenado. Sin más, se dio la vuelta y se encaminó dentro de la casa de comida. Presenciar aquello, fue incluso peor. 

 

Los días siguientes transcurrieron de una forma muy incómoda. El párroco seguía haciendo de la suyas, incomodando a los parroquianos, amenazando a la posadera para que le diese vino gratis, apartando a empujones a los paisanos que se atrevían a cruzársele, gritando a los niños que jugaban delante de la iglesia las horas de misa. Pero lo más horroroso y difícil de presenciar era verlo tranquilo y casi feliz, hablando con la acuarelista en las largas horas de charlas que ambos se echaban. Llegaba a ser enloquecedor, verla a ella expresarse con ademanes imponentes y desafiantes y a él con una mirada antena y entusiasmada, en largas horas de tertulias sobre historia, arte o política. A veces hablaban de metafísica y en alguna ocasión les descubría hablando de sexo, como si de otra materia cualquiera se tratase. El fuego les alumbraba los rostros cuando se sentaban en la chimenea, y sus expresiones no podían ser más parecidas, cuando se acercaban al clímax de la charla, ambos enloquecían irradiando olas de éxtasis intelectual. 

Una idea comenzó a rondarme la mente los últimos días de nuestra estancia allí en aquel paraje perdido de la mano de Dios. Tal idea, me llenaba de sosiego, y en cierto modo, aclaraba muchos de los comportamientos de ambos. Tal idea era, que tal vez ellos ya se conocían de antes. Unas conversaciones tan concretas y densas podían establecerse de inmediato, pero no aquellos ademanes de confianza que se habían desarrollado entre ellos. Los roces de manos, las sonrisas descaradas. Esas formas de aunar sus caracteres y su equilibrio en la forma de ser. Aquello solo se lograba tras muchos años de convivencia armoniosa. No quise hacerme eco de aquella idea, la guardé en mi mente y la fui corroborando a medida que pasan los días. Cada vez me convencía más de ello, y una vez era la única opción válida, comencé a imaginarme de qué podrían conocerse aquellos. ¿De la escuela? ¿Tal vez estaban prometidos antes de que él se convirtiese en cura? Nada parecía cuadrarme y sin embargo conocía tan poco a ambos, que cualquier cosa hubiera podido ser posible. 

Una noche, tras una extensa cena, alumbrados por las luces de la chimenea, aquellos dos se entretenían allí delante del fuego charlando como de costumbre. Ella se había sentado en una butaca, con la ventana de la taberna detrás. Lo recuerdo como si estuviese impreso en mi retina. El párroco se había sentado justo a su izquierda, y habla con una copa de vino ambos sobre una mesita de té entre ellos. Cuando nosotros habíamos terminado de cenar no pude contenerme por más tiempo, dado que teníamos próxima nuestra marcha, y me decidí a sentarme con ellos y compartir su conversación. Mis otros dos compañeros parecieron temerosos de aquello y se marcharon a sus dormitorios. Cuando me senté frente a la acuarelista los dos se volvieron a mirarme como si les hubiese roto el ambiente, pero yo me relajé en el butacón donde me había ahondado y puse mis manos sobre mi vientre, con los dedos entrelazados. Ellos me miraban con sus ojos oscuros, como animalillos que se les ha descubierto acurrucados en su madriguera. Les sonreí, convencido de que ambos se dispersarían, como aves. Pero no lo hicieron. 

–Un poco de frío, hace esta noche…

–Un poco. –Dijo el párroco, irguiéndose y alcanzando su copa, para beber un traguito pequeño. 

–Hace buen tiempo. –Dijo ella, contradiciéndonos–. Siempre he preferido el frío. El clima cálido me sienta mal. 

–¿Ah, sí? –Pregunté, y ambos dos asintieron. Aquello terminó por convencerme de que su amistad se llevaba forjando mucho tiempo porque el párroco parecía conocer aquel detalle, y lo corroboraba con un asentimiento–. ¿Y bien? ¿De qué charlaban tan animosamente? Parecen tan interesantes sus conversaciones que también yo quiero participar de ellas… Díganme. ¿De qué hablaban?

–De la Biblia. –Dijo él y creí que me estaba tomando el pelo para forzarme a marchar, pero ella asintió con una media sonrisa. 

–Hablábamos de los pecados que la Biblia menciona, y su… ¿Cómo decirlo? Su lógica dentro de nuestra actual sociedad. 

Lo que hablasen, a mi me traía sin cuidado, yo estaba decidido a averiguar qué clase de relación los unía, o si les unía alguna realmente, o todo era producto de mi imaginación. Y a pesar de que no se me ocurría otra forma de hacerlo, preguntárselo directamente no era la mejor manera. Ella era tan silenciosa, y él tan violento…

–¿Saben? Cuando les oigo conversar, parecen amigos cercanos. ¿Se conocían ustedes? –Ellos se miraron con una mezcla de desconcierto y sorpresa a la par. Lo cual me sobresaltó y queriendo quitarle importancia, apunté–: Tal vez se conocieron en otra vida, y por eso aquí, ahora, se muestran tan cercanos…

De nuevo volvieron a cruzar una mirada. Esta vez ella pareció decepcionada y él divertido. O tal vez fuese al revés. Como si quisieran ignorar mi impresión compartida, continuaron hablando, esta vez para mí. Sin embargo, me esperaba una confesión que me harían. Una confesión metafísica que yo tomaría como un cuento. Un cuento para niños. 

–¿Sabe, señor, cuál es el castigo que les espera a los suicidas en el infierno? –Me preguntó la acuarelista sentándose con más holgura en la butaca y mirándome directamente a los ojos, cosa que no solía hacer a menudo aquella mirada me revolvió algo por dentro y negué con una sonrisa incrédula–.  Volver a la vida, señor, con toda la carga que ya venían arrastrando. Ese es el peor castigo, con diferencia, que se le puede aplicar a alguien que ha querido morir, ¿no cree?

–¿Eso pone en la Biblia? –Pregunté, acompañando mi conjetura con una risa, a lo que ellos se limitaron a mirarme con una mueca desagradable en la comisura de los labios, casi imperceptible. 

–Es usted muy avispado, señor. Nos ha cazado. –Musitó el párroco, inclinándose sobre la mesa hacia mí—. Ha dado en el clavo. La señorita y yo, ya nos conocíamos. –Pensé que saberlo, me llenaría de júbilo y satisfacción, y sin embargo, así pronunciado, me pareció haber desvelado un secreto vergonzoso y aterrador que mejor hubiera sido dejarlo escondido. Yo esbocé media sonrisa y él me devolvió el mismo gesto. 

–¿Ah sí? ¿Y de qué se conocen ustedes, si puede saberse, claro…?

–Del séptimo círculo del infierno. –Dijo ella, como si se hubiera estado preparando para responder. Yo fruncí el ceño y ella levantó las cejas, esperando a que pasase mi pequeña confusión–. ¿No ha leído a Dante? Léalo. Descubre todos los círculos del infierno, allí, en el séptimo, es donde se castiga a los suicidas. 

–He leído a Dante. –Dije, y ellos no mutaron su expresión. Como no se producía ningún cambio en ellos no me quedó otra que reírme y tomármelo a broma. No era más que una broma, ¿qué si no? Tal vez una historia, un cuento fantástico, un mito. Nada más–. ¿Eran ustedes de allí? ¿O eran dos demonios que castigaban a los suicidas…?

–No está entendiendo a la señorita. –Dijo el párroco, con una voz gruesa y fiera. Se levantó del asiento y yo palidecí, tensando todo mi cuerpo. Pero no se dirigió a mí, sino hacia ella. Se sentó en el reposabrazos de la butaca donde la acuarelista estaba entronizada y pasó un brazo sobre el respaldo de este. Se situó como una figura protectora alrededor del halo de su reina–. No ha entendido nada, señor. No se mofe. 

–No quería mofarme. –Dije, pero no acertaba a pronunciar las palabras sin una nota de escepticismo-. Pero comprenderá que me resulte difícil de creer que ustedes se conozcan de uno de los círculos del infierno. 

–Nos conocimos antes, en realidad. Pero allí entablamos verdadera amistad. –Dijo él, y miró de soslayo a la muchacha que seguía mirándome a los ojos. Al instante, como si hubiese sentido la mirada del párroco, se miraron el uno al otro y después a mí.

–Le contaremos, señor, la historia que encerramos, pero tendrá que prometernos guardar el secreto. Por usted, lo digo. –Me advirtió–. Porque igual que vaticino que no va a creernos, nadie le creerá a usted, y le tomaran por loco…

–Cuéntenme, señorita, caballero. Cuenténme todo lo que deseen. Soy todo oídos. 

Ellos se miraron entre sí una segunda vez y tal como estaban sentados, comenzó el relato. 

–La señorita y yo, –comenzó él–, nos suicidamos hará doce años. –Yo di un salto por la frialdad con la que soltó aquello, con la naturalidad con la que habló–. Nos conocimos, nos amamos pero sobre todo, nos odiamos. Vivimos unos años convulsos llenos de amarga ilusión y feliz miseria. Éramos jóvenes, apenas unos niños, y sentimos por primera vez la arrebatadora pasión de un amor que arde, que quema y que mata. Que destruye todo lo que toca con hambre voraz. Estábamos hambrientos de vida, de dolor, de placer y de odio. Nos amábamos tanto que nuestro amor nos trastocó, nos volvió violentos, celosos, inseguros y trastornados. 

–Yo creo que nos odiábamos tanto, –apuntó ella–, que lo confundimos con amor. Sabe Dios lo que era aquello. 

–Era tan doloroso vivir con aquella conjunción de emociones tan dolorosas e irritantes que nos matamos. Y amábamos morir, y nos dio placer saber que nuestro odio se disiparía con la muerte. 

–Pero no se disipó. –Sentenció ella, negando con el rostro–. Nuestro odio, no nuestro amor, fue lo que nos llevó a parar al séptimo círculo del infierno. Allí, tras largas épocas de dolor, soledad y remordimientos, atemorizados por aquel lugar, por la insatisfacción de una nueva continuidad de nuestra existencia y sabiendo que no podríamos regresar, nos reencontramos de nuevo. 

–Y allí. –Continuó él–. Entre el fuego y los demonios, nos amamos de nuevo, y de nuevo nos volvimos a odiar. Y los demonios y demás condenados disfrutaron de nuestro amor, que breve, les daba una pequeña imagen de algo mundano y esperanzador. ¡Ah! Pero nuestro odio… nuestro odio no era de aquel mundo, ni de ninguno. Nuestro odio era tan pasional, tan visceral y sangriento que amenazando con morir otra vez, se impuso al fin nuestra condena. Vivir de nuevo. ¡Oh! Que castigo tan perfecto. ¿No cree? Para alguien que desea la muerte, se le otorga una nueva vida. Es como apretar la soga de alguien que clama por aire.. 

–O darle de beber a alguien que ya está saciado y no puede beber más. 

–Es matarlo. –Continuó él–. Matarlo con aquello de lo que ha querido morir. Una crueldad. Volvimos a la vida, señor, y conscientes de que la muerte no era solución, pues se nos habían cerrado aquellas puertas, solo nos quedaba seguir odiándonos, y amándonos, y deseándonos y echándonos de menos. Toda una eternidad con aquella amalgama de sentimientos. Nos quemaban la piel como si ardiésemos en llamas, o tal vez eran las reminiscencias de nuestra temporada en el infierno. Cuando nos veíamos, cuando hablamos, no podíamos convivir porque nuestras existencias se volvían una batalla, el uno contra el otro. El equilibrio se volvía caos, y que hermoso caos 

–Qué hermoso. –Repitió ella y se miraron un instante con nostalgia–. Reconozcámoslo, éramos felices en nuestra guerra, y esa felicidad probablemente era el peor de los sentimientos, porque para evocarla, estimulábamos la batalla. Nos hicimos adictos a lucha como si de opio se tratase. Cuando ganábamos, qué felices éramos, y cuando perdíamos, qué felices éramos también. Puede parecerle a usted, según lo estamos contando, que son vicisitudes de un vida conyugal, pero no se equivoque, no hay nada de corriente en esto. Jamás yacimos, jamás nos prometimos o casamos. Nuestra guerra no era física, señor. Aunque a veces, eso lo hacía más fácil. Más primitivo. Cuando la intelectualidad chocaba con un muro y no había vuelta atrás. No. Todo era estrategia. Pero la muerte, oh, la muerte era de verdad. Una y otra vez seguíamos muriendo, presa el uno del otro. De los dos. Nos matábamos porque nos amábamos, porque nos odiábamos, y ese odio, nos hacía revivir de nuevo, para seguir luchando. Cuando moríamos, allí estaba el otro, y cuando revivíamos, reaparecíamos con la esperanza de que el otro nos hubiese seguido hasta la superficie. Porque, ¿qué vida nos esperaría si el otro desaparecía?

–Alto, alto, alto ahí. –Dije, al ver como aquello pasaba de una historia de fantasía a una disertación metafísica con tintes románticos. 

–¿No le divierte nuestra historia?

–No es que no me divierta, señorita. Pero no le encuentro el sentido. ¿Dicen que murieron cientos de veces?

–Así es. 

–¿No me acaban de decir hace un momento que tienen ustedes vetadas las puertas a la muerte?

–Así es, para nosotros la muerte solo es un letargo burocrático. –Dijo él–. Nos dejan apartados en lo que se tramita nuestra vuelta a la vida. 

–No seas tan simplón. –Le dijo ella, mirándole por encima del hombro, a lo que él le devolvió una mirada fija, con los labios apretados. Saltó una chispa, pequeña y apenas perceptible, pero yo creo que fui capaz de verla. O tal vez su historia me había trastocado la perspectiva de la situación. 

–¿Cuántas veces han muerto? –Pregunté, para hacerles volver la atención a mí–. ¿Siguen vivos o son espectros, algo así como muertos vivientes o vampiros? No me digan que son ángeles o demonios… –Ambos me miraron con una expresión cansada y aburrida. 

–Ya veo que nuestra historia no le ha parecido interesante…

–Interesante, sí. Desde luego. –Asentí pero ellos no parecían creerme–. Pero nada más que como una historia de fantasmas, de ficción. ¿Eso es todo? ¿Cómo termina la historia?

–La historia no ha terminado. ¿Acaso no nos ve aquí? –Preguntó él, pero ella negó con la cabeza. 

–Con el tiempo, las muertes y las guerras, llegamos a un impasse en el que hubimos de plantearnos la existencia. Estábamos dispuestos a llegar hasta límites insospechados, y cuando sentíamos que caminábamos sobre arenas movedizas, nos detuvimos. Creíamos, de verdad lo creíamos, que acabaríamos convirtiéndonos en polvo, y deshaciéndonos poco a poco hasta que el viento se nos llevase, dispersos por el aire. –Él asintió a las palabras de ella–. Como ve, poner distancia de por medio no sirve, la vida vuelve a juntarnos una y otra vez, porque Dios sabe crear bromas macabras. Al fin y al cabo, estamos cumpliendo condena, ¿no? No podremos hacer nada por evitar reencontrarnos. Pero ahora intentamos ponernos una máscara delante, fingimos ser viejos amigos, pues al final, algo de eso hay, y liberamos nuestras emociones por otra parte. 

–Ella es pintora. –Dijo él–. Y yo soy un moralista. 

Aquello me dejó el cuerpo un poco tembloroso. Tal vez el hecho de que hilasen esa fantástica historia con la realidad objetiva que yo había observado me conmoviese. Como no dije nada más ellos dieron por finalizada la narración y el muchacho volvió a sentarse donde estaba al principio. Ellos volvieron a sumergirse en la conversación y sin ganas de escucharles me despedí y me marché a mi dormitorio. Una vez allí no pensé demasiado en aquello que me acababan de contar y me metí en la cama para intentar conciliar el sueño. 

A los dos días hubimos de marcharnos. Ellos se despidieron menos efusivamente para haber sido dos personas que se habían pasado las semanas anteriores juntos, de forma inseparable. Se dieron la mano como quien cierra un negocio. Él le besó el dorso, y ella se volvió sin mirar atrás. Cuando estuvimos en el carro, de vuelta a la capital, mis dos compañeros hablan animadamente de los progresos que habían hecho en sus investigaciones pero yo cruzaba significativas miradas con la acuarelista. Sin embargo, a la luz de día, su rostro se veía menos sombrío y ni si quiera parecía acordarse de lo que me había contado la noche antes. En su mirada, o en su expresión, no capté un solo ápice de complicidad. Nada. ¿Era esa la máscara de la que hablaba?

No volví a verla. Ni a ella ni al párroco. Cuando volvimos a la capital ella terminó el trabajo que se le había encomendado y se marchó. Sabe Dios lo que fue de ella. Desde aquella vuelta, no pensé más en la historia que me habían contado, ni en el párroco ni en la acuarelista. Finalizada la enciclopedia de flores nacionales, mi vida siguió por su cauce habitual y aquellas semanas en ese pueblo, alejado de la mano de dios, quedó en mi inconsciencia como un mal sueño que tras desayunar, desaparece en algún punto de la memoria. Allí quedaron ella, el párroco y su maldita historia. 

Hasta que leí una carta que me llegó el otro día. Tras leerla, no pude moverme de mi asiento durante horas. Y no ha sido hasta hoy que no me atreví a pedirte que vinieses y escuchases todo este relato, porque no estaba seguro de que me fueses a creer. Y en verdad, no creo que lo hayas hecho.  Estuve tentado de arrojarla al fuego, pero temía que al perderse, también yo pensase que todo había sido una ilusión y no tuviera forma tangible de pisar la realidad. Pero por más que lo pienso, no logro estabilizarme. Esta carta me llegó la mañana antes de que me viese el médico, y me diagnosticase.

Aquí está, la he guardado todo este tiempo en mi batín. Se la leeré. 

 

Querido señor Prim Thomson. 

Es posible que no se acuerde de mí, apenas compartimos unas semanas de trabajo en un pueblo cuyo nombre no creo que le traiga buenos recuerdos. Tampoco el mío, pero me he visto obligada a escribirlo en el remitente. 

Tal vez padezca una lenta enfermedad, o puede que esté a punto de sufrir un accidente, pero me temo que durante uno de mis largos paseos por los nueve círculos del infierno, pude ver que en el sexto, preparaban un sepulcro en llamas con su nombre tallado, por herejía. Mas tendrá suerte, no se aflija, le han colocado junto al sepulcro de Federico II, excelente poeta. No haga muchos preparativos a largo plazo, no podrá realizarlos. Megera, Alceto y Tisífone le esperan para que reciba su castigo, y me temo, no serán piadosas. 

A lo mejor en algún tiempo podamos volver a vernos. Ya me conocen allí, tal vez hagan algunas concesiones y pueda acompañarme a dar un paseo y charlar, sobre botánica, sobre medicina natural o pintura. Recuerdo que le gustaban mucho los jacintos, ¿no es cierto? Allí no hay muchos jacintos. Pida que le entierren con un ramo de ellos, podrá llevárselos consigo. 

Si ve por allí al que conoció como mi compañero, el moralista, dígale que no se demore mucho. La vida se está volviendo un poco tediosa. 

Un saludo. 

  



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Comentarios

  1. ¡Wow, que obra! Me siento feliz después de un día pesado como este, apenas leí este titulo de la obra me entraron muchísimas ganas de querer leer, ¡y vaya sorpresa!. El principio estuvo magnifico, me hiciste recordar mucho mis temores..., si no estoy mal creo que en algún momento te lo conté, quisiera tener excelente memoria pero no la tengo, lo siento; a lo que me refiero es al temor de pensar qué más hay después de la muerte, de si volveremos a reencarnar o si simplemente dejaremos de existir y que nuestra esencia desaparezca como algo que realmente nunca estuvo ahí. Da miedo... al menos para mí, porque he de admitir que la idea de que yo no deje huella en nadie y que mi recuerdo desaparezca de los demás, me atemoriza. ¿Pero qué mas puedo hacer? Solo somos unos simples mortales con sus días contados en este plano existencial jajaja.

    Volviendo al tema de esta obra, me siento maravillado, me imaginé a mi abuelo materno contándome esta historia, y yo ahí a su lado sentado, mirándole expectante, deseando saber más sobre sus vivencias y sus pensamientos más profundos. Creo que nací para escuchar e idealizar hahaha

    La historia en sí, estuvo genial, bastante curiosa como a mi me fascina. ¿Sabes? No dejo de pensar en ese castigo de los suicidas, y me pregunto ¿Cuántas veces una persona puede llegar a lamentar lo que ha hecho o lo que no se ha atrevido a realizar? Una vez un amigo de la infancia me dijo que yo debía aprender a vivir sin arrepentimientos, y me he engañado diciéndome que no me arrepiento de nada, pero es pura falsedad, siempre hay algo, por muy minúsculo que sea, que me digo a mi mismo "Debiste haberlo hecho" y empiezo a castigar mi mente con batallas entre mi razón y mis sentimientos, quisiera ser ese tipo de persona que a veces pienso que puedo demostrar.

    Otra duda que me surge, o más bien pensamiento, es sobre todo lo que debieron haber pasado el párroco y la acuarelista ¿Tan duró debido ser todo? ¿Tan lleno de emociones negativas y positivas? ¿Qué tanto debieron haber pasado para haber acabado con su vida? Recuerdo vagamente mis tiempos "malos" y lo único que consigo es embargarme de una sensación tan miserable y solitaria que me creo loco al pensar el vivir con ello, definitivamente creo que al estar 100% (O más) lleno de un sentimiento como dolor, decepción, entre otros, definitivamente terminarían de enloquecerme y de determinar que no deseo seguir con la pesadez de cargar por mi mismo con esa emoción.

    Suena doloroso para uno mismo hablar del suicidio, pero me imagino que el solo pensar que podrás callar esos sentimientos sería como una paz tan anhelada pero hasta podría ser envidiable... Pero... ¿y qué tal que sea real lo del párroco y la acuarelista? Que el castigo perfecto para alguien así sea una vida de constante renacimiento, una vida que cada vez llegue a su fin debas volver a empezar todo de nuevo. ¡Bastante cruel! ¡Bastante irónico! De ser yo, reiría como desquiciado y lanzaría mil y un improperios a ese ser que me haya condenado ha tan maquiavélico castigo.

    Gracias por esta historia, de principio a fin me encantó. Quedo con el dulce gusto de seguir leyendo más sobre tus historias. Y quedo con la duda de cómo fue el proceso al crear esta obra o la musa dueña de este relato.

    Espero poder seguir leyendo una y mil veces tus obras.

    Te quiere, Usagi.

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    Respuestas
    1. Quería conseguir ese aire de nostalgia, por lo menos esos comienzos de las novelas del siglo XIX, donde un hombre cuenta la historia de su vida, pero no es realmente su historia la que quiere contar, sino la de un suceso que ha marcado su vida. Me encantan esos comienzos, donde cualquier cosa puede pasar.

      No ha sido sencillo para mí expresar en palabras la idea de transmutación, de reencarnación a causa del amor y el odio. Espero haber logrado transmitir bien esas emociones. Al principio, a colación de tu comentario, me imaginé a dos personajes desquiciados y enloquecidos por esa eterna condena, pero pensándolo mejor y a la par que lo escribía todo, no podía imaginar sino una triste resignación.
      Habrá más obras que leer, te lo aseguro. Hay alguna que aun tengo guardada que no ha leído nadie, aun.

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