CHARLANDO CON EL DIABLO

CHARLANDO CON EL DIABLO


La calle está en silencio excepto por un murmullo lejano al final de la manzana. Es un murmullo que retumba a lo largo de la vía y me llega como un zumbido que se ramifica en el interior de mi cráneo. Me agarro con fuerza a mi crucifijo que cae sobre mi sotana y suelto un largo suspiro. Nunca antes la sensación de agarrar este crucifijo me había dado tanto miedo y respeto. Siempre había sido una prolongación de mí, pero ahora, solo me transmite pánico y vergüenza. Lo suelto, porque como un ser del averno me siento arder con su mero tacto y cuando cae al fin, tal como estaba, sobre mi pecho, este comienza a bailar según yo camino calle adelante, acercándome poco a poco hacia el barullo, perdiéndome en la oscuridad de esta noche tan oscura sin luna, sin estrellas. La luz de la propia discoteca me guía poco a poco hacia el más terrible pasaje al infierno. Me siento terriblemente acobardado, pero mis piernas caminan por ellas solas hacia ese fuego. 

No reconozco la canción que se reproduce desde el interior de esa sala de fiestas. Tampoco creo que reconociese nada que no fuese algún canto gregoriano y las canciones de misa a las que estoy acostumbrado. Me río de mí mismo al reconocerme en una estampa tan endeble y débil, desprotegido, como una presa acercándome poco a poco a una jauría de perros, a una manada de lobos. Todos ellos acechando a que por un error de mi parte o por mera fijación por el suicidio me interne en esta madriguera. Debería salir corriendo a camuflarme en mi propia guarida, en mi mansión, en mi iglesia. Para pedirle perdón a Dios por este débil comportamiento. Sin darme cuenta comienzo a rezar en voz baja para pedir por mi débil y juguetona alma que me ha sacado de mi cama y me ha traído aquí. Busco a Dios en mis palabras, en mi perdón, pero solo encuentro la humillación de mis actos reflejados en mi continuación. 

Con un largo suspiro ya veo de lejos la primera mirada extrañada. Una mirada que me pone los pelos de punta y me hace ralentizar mi paso. Una mujer, de pelo largo y de color rosa que adorna todo su cuerpo. Las luces de los neones que se cuelan desde el interior hacen que su pelo sea lo primero y único que vea desde lejos. Es un pelo brillante y mal recortado. Es una peluca. 

–Mira a ese… –Suelta uno de los chicos que están con ella. Entre todo el grupo que humea como urbanización a las afueras de la ciudad con sus altas y grandes chimeneas de nicotina se vuelven todos a mí mientras que se ríen y sonríen con mi vestimenta. Ella, la chica de pelo rosa, se retira el pelo del hombro que veo desde mi perspectiva y puedo observar que bajo su cuerpo un muy poco recatado uniforme de enfermera. Parece una enfermera, pero no estoy seguro de ello mientras que la fina línea de luz que recorre la suave piel de su muslo me distrae con una pecaminosa lujuria que me hace tragar en seco mientras que un escalofrío me recorre la espalda. Retiro la mirada, miro hacia el interior del local pero aun no puedo ver nada. Miro con disimulo al resto de sus acompañantes y mientras que uno de ellos me señala con el dedo otro ríe a carcajadas. El que me ha señalado con un dedo tembloroso y algo inseguro está vestido con un gorro de tres puntas, un parche en el cojo y una espada colgando de un cinturón de color negro alrededor de su cadera. 

–¿Viene a confesarnos, padre? –Pregunta la chica en mi dirección pero no me vuelvo a dirigirle la palabra porque de hacerlo volvería a recaer mi mirada sobre su muslo, sobre la fina línea que sus piernas hacen como recorte a la negra oscuridad de la noche. De sus dedos, un cigarrillo cuelga de forma autoritaria y se lo lleva a los labios manchados de carmín para darle una larga y profunda calada. El chico que se ríe a carcajada limpia, cuyos labios también están manchados de carmín, pero él no lo sabe, está vestido con una equipación de fútbol europeo cuyo logo en el pecho no distingo. Los colores son blanco y negro a rallas, pero no consigo identificar tampoco los colores. Bajo uno de sus brazos, y como complemento al conjunto, un balón de colores blanco y plateado por toda la superficie. Sigue riendo mientras que la chica me dirige la palabra pero yo bajo la mirada mientras camino. 

Antes de llegar a su altura, me veo en la imposibilidad de entrar en el local porque el grupo de personas están justo en la puerta y tendría que pasar entre ellos para poder entrar, como una señal de Dios me tomo esta oportunidad para pasar de largo o bien para darme media vuelta, cualquiera de las dos opciones me agrada, y Dios me perdonaría si me arrepiento antes de cometer una locura, pero ya es demasiado tarde. Estoy justo al frente de ese grupo de personas, y ellos de forma amable, se abren paso para dejarme entrar. Lo hacen incluso antes de que yo me paré ante ellos, como si de antemano supiesen que voy a entrar. 

Justo cuando doy un paso sobre el escalón de la entrada, una mano cae sobre mi hombro. La mano se cierne sobre mí y yo doy un respingo girándose en torno a la persona que me ha llamado la atención. El chico del disfraz de pirata es el que se sujeta sobre mi hombro y el que me mira directamente con una sonrisa encuadrada bajo un bigote evidentemente falso. El resto de su cara brilla con la cualidad de las personas imberbes. 

–Muy buen disfraz, compañero. –Me dice, con voz más amable de lo que me esperaba. No encuentro un solo matiz de ironía ni chanza en sus palabras. Tampoco halló burla o intimidación. Solo una mera diversión culpable de la situación. Realmente sus palabras son sinceras, tanto como he visto en muchas buenas personas, y eso me hace sonreír tímidamente mientras asiento y le doy la espalda de nuevo tras que él me palmeé el hombro en señal de despedida y yo al fin doy un par de pasos dentro traspasando la puerta de madera que intenta amortiguar el ruido que sale desde dentro, pero es imposible. Cuando al fin la traspaso, el sonido me abarca todos los sentidos y solo puedo intentar evitar que mis manos cubran mis oídos para que no estallen en pedazos. Me siento terriblemente mareado con todas las luces de neón moviéndose de un lado a otro. La sala está bañada de colores violeta, azul y rosado. Todo se mueve al unísono. Algún neón de color amarillo, alguno de color verdoso. Pero la gente bailando en medio de la estancia está inmersa en un mar de zumo de uva palpitante. Ellos mismos son el mar, son una marea que se mueve al ritmo de la música, y no a la rotación de la luna. 

Me quedo al menos unos cinco minutos parado en la puerta, mirando todos lados pero a ninguna parte en concreto. No sé cómo aventajar esta travesía ni a dónde dirigirme una vez dentro. No sé en qué momento se me ocurrió que esto sería una buena idea ni si en algún momento había pensado más allá de simplemente entrar en el local. A la izquierda veo una barra de mármol blanco que se ha cubierto de la misma tonalidad de los neones. Una barra atiborrada de gente pidiendo copas, algunos simplemente disfrutándola allí y los camareros que no pueden dar abasto con toda la clientela. Uno de los camareros tiene una corona de falso oro pero bien diseñada sobre su cabeza. Tiene varias puntas terminadas en cruces cristianas y el centro lo adorna una borla de terciopelo rojo que bajo estas luces parece granate. Sobre sus hombros, un pequeño manto, casi una corta capa, de terciopelo rojo con un bordeado de pelo blanco. Debe estar interpretando a una especie de emperador o monarca de la antigua Edad Media, y sin embargo, no lleva nada debajo de esa corta capa. El reflejo de las luces de neón sobre su pálida piel sudorosa me hace sentir terriblemente vertiginosos. A su lado, una camarera con una corta larga melena rubia y un mono enterizo de color amarillo sirve copas a su lado, su disfraz no sé qué diablos es y sin embargo me hace sentir de la misma forma, pues el mono deja al descubierto un escote demasiado pronunciado. Me agarraría de nuevo al crucifijo sobre mi pecho pero eso me haría sentir terriblemente sucio en este estado. 

Cuando estoy a punto de dar un paso adelante, desde mi espalda, entran en el local los mismos chicos que estaban fumando fuera y cuando recaen en mí de nuevo las risas vuelven y uno de ellos al pasar por mi lado se santigua con una risa entusiasmada. Vuelvo a ver en esa risa la total falta de intentar herirme con sus gestos, pero me siento terriblemente herido igual. Pero no es una agresión, es autoflagelación lo que siento. Cuando quiero preguntarme qué hacer o cuánto tiempo llevo aquí parado sin más comienzo a avergonzarme de mi comportamiento y me dirijo directo a la barra como el resto de personas en este local. Al parecer, la barra es el lugar en donde obtener aquello que los motive para seguir aquí dentro. Cuando me he hecho con un hueco entre personas me quedó mirando alrededor y me siento intimidado por la cantidad de gente a mi alrededor, a ambos lados de mi cuerpo, empujando sus hombros con los míos. A mi derecha, el hombre que tropieza y me empuja haciéndome tambalear rápido me coge por los hombros y me sostiene. Me sonríe con una amable sonrisa de disculpa... 

–¡Perdona! –Me grita por el nivel de música a nuestro alrededor. Yo niego con el rostro quitándole importancia pero a él no le parece suficiente disculpa–. ¡Esto está a tope! Apenas si llegó a la barra. –Me dice y yo le miro de arriba abajo, curioso. Porta un antifaz negro sobre los ojos, un gorro negro a juego y una capa que ha retirado sobe su hombro. Una espalda de juguete se desdibuja desde su cadera. Es un personaje que no consigo adivinar. 

–¡No te disculpes! –Le digo–. No tiene mayor importancia. –Le digo y él asiente y rápido se hace notar en la barra llamando a alguno de los dos camareros levantando la mano, emocionado. Tardan al menos dos minutos en fijarse en él. Seguro que ni su disfraz es tan llamativo ni tienen tiempo para atender a nadie más. En ese tiempo me entretengo mirando la barra alrededor. Enfrente de mí, las estanterías se repletan de copas con marcas de bebidas y botellas repletas de alcohol. Sobre todas ellas, un cartel decora la parte central de la barra, llamando la atención desde cualquier parte del establecimiento. “GRAN INAUGURACIÓN. FIESTA DE DISFRACES”. Yo miro alrededor y consigo darle una explicación a todo lo que sucede alrededor. Debajo de esta frase, se puede leer con menos claridad. “Copas al 50%”. Frunzo el ceño y miró alrededor mientras que el camarero viene y se posa delante de nosotros para tomarle nota al chico de mi lado. Este pide un “Puerto de indias*, con limón”. El camarero rápido obtiene un vaso en sus manos y lo llena de varios cubitos de hielo que rescata de algún lugar debajo de la barra en la que estoy apoyado y me pongo de puntillas para ver desde donde está obteniendo el hielo. Tiene varias cubiteras repletas de hielo por todo lo largo de la barra, y de un pequeño cubito de plástico saca una rodaja de limón y la mete en el mismo vaso. Después lo pone en la barra a nuestra altura y tira sobre él un líquido de color rosado que cae como una cascada desde la boca de la botella y justo después, tan solo habiéndolo llenado hasta la mitad del vaso, le da al cliente una pequeña botellita de cristal con zumo de limón. Este se aleja con ambas cosas y le veo alejarse a algún punto entre el barullo de la gente bailando en medio de la estancia hasta sentarse en una mesa al fondo del local. Allí seguro que la música no es tan desagradable y tampoco hay tanto ruido. Él tiene compañía allí. Todos se alegran al verle de vuelta, le estaban esperando. 

–¿Y tú, qué quieres tomar? –Me pregunta el camarero recolocándose la corona sobre su cabeza y yo me tengo que girar a él para descubrir qué está hablando conmigo. Cuando recaigo en eso mis mejillas comienzan a arder y miro alrededor, no sabiendo muy bien qué pedirle. 

–¿Tienes vino? –Le pregunto y él ríe pensando que es una broma pero ante mi rostro confuso niega con el rostro, profesionalmente–. Lo siento, padre, no tenemos sangre de Cristo en este bar. Pero tengo cualquier otro licor que desees. 

–¡Cinco cervezas Mahou*! –Grita una chica que llega repentinamente para ponerse a mi lado y gritarle al camarero. Este me mira apenado. 

–Te dejo un minuto para que lo pienses, ¿vale? –Me dice y yo asiento mientras veo como el camarero se marcha lejos y rescata cinco cervezas en botellín. Yo miro a todas partes a lo largo y ancho de la barra para fijarme en cual es el denominador común de bebidas que la gente está consumiendo. Frunzo el ceño al verme perdido entre bebidas con tantos colores y botellines de cerveza de tan disparatadas marcas. Vuelvo a mirar más detenidamente y veo a uno de los clientes, sentado a la barra, bebiendo tranquilamente, que acaban de servirle una copa en un vaso de tubo con colores verdosos cayendo a lo largo de la copa. El hombre revuelve la pajita que usa para beberlo en movimientos circulares y este color va rebajándose–. Estoy de vuelta, –Me dice camarero mientas me señala con la mirada insistente–. ¿Qué quieres tomar?

–Quiero lo mismo que le has puesto a él. –Le digo señalado la copa que, bajo estas luces, tiene un color verde eléctrico. 

–Es una copa de Absenta* de cannabis con gaseosa, ¿estás seguro de eso?

–Sí. –Le digo, aunque asustado por su advertencia. Él se encoge de hombros mientras que se gira y coge de una de las estanterías una botella rectangular con una hoja de marihuana en la cara que da al público. Debajo de esta, la palabra “absenta” en mayúsculas me resulta llamativa pero al menos, la absenta es de los únicos brebajes que conozco de todos los que hay aquí expuestos. No porque la haya probado antes. Jamás he bebido nada más que recatados sorbos de vino tinto. 

Repitiendo el mismo ritual que antes, el hombre rellena la copa de unos cuantos hielos y la posa sobre la barra justo delante de mí. Después sirve absenta hasta que él considera que es una buena cantidad, es decir, hasta la mitad de la copa, y el resto lo rellena de esa gaseosa que rescata de alguna parte debajo de la mesa. Lo hace salpicando algunas gotas fuera y cuando está listo me dice el precio. 

–Tres euros. –Me dice mientras limpia con una bayeta lo que haya podido salpicar y yo saco de mi traje un pequeño monedero y le extiendo las monedas mientras que él las recoge y me sonríe con una mirada alegre, despidiéndome–. Gracias, disfrútela. 

–Vaya con Dios. –Le digo, con una sonrisa, pero él ríe mucho más que yo por la ironía que cree que hay junto con mis ropas, pero jamás podría entender cuánto duele el sonido de su amable risa divertida. Con mi copa en ambas dos manos me quedo igualmente perdido que cuando he entrado, mirando alrededor. Pero esta vez no me lo pienso demasiado y rodeo al tumulto de gente en medio de la sala, bailando, para conducirme al fondo del local donde se disponen varias mesas. La mayoría están ocupadas, hasta que me topo con una pequeña mesa redonda, de dos sillas, vacía aunque algo sucia. Tiene cercos de bebidas derramadas sobre la mesa de madera y algunas copas vacías de alguien que no las ha recogido. Como no tengo otra opción y sentarme arrinconado entre la oscuridad me parece la mejor alternativa a pasar el tiempo, me siento en uno de los dos asientos de esta y dejo mi copa sobre la mesa. La imagen de esta es sublime y fantástica. Es brillante como los neones y huele con un regusto a anís que me  encanta. Sin pensarlo demasiado me mojo los labios con la bebida y mis mejillas rápido se calientan y mi garganta quema ligeramente. Pero cuando la sensación pasa, el regusto mentolado y el dulzor por todo mi paladar me pide que repita la acción. Que dulce temeridad. 

Paso los dedos a través del cristal de la copa. Suspiro largamente mientras intento hacerme  a la idea del lugar en el que estoy, pero hasta ahora la gente ha sido amable a pesar de mis expectativas y no he visto nada demasiado pecaminosa en este ambiente. La idea que me había figurado de un lugar como este tampoco es tan tétrica. Tal vez sean los disfraces, pero a fin de cuentas, no parece un mal lugar. Si no fuera por el excesivo ruido y por lo mal que va a sentarme esta copa, diría que ha superado mis expectativas. Me fijo mejor en la gente que hay alrededor y en la variedad de disfraces que hay. Un grupo de personas sentados en una mesa cercana están todos con la misma temática: mitología romana. Puedo ver a dos de los chicos con trajes de armaduras clásicas y faldas como las legiones romanas. Una de las chicas lleva un largo vestido blanco y una corona de laureles doradas mientras que otra porta un arco y unas flechas. De mentira, pero se ven terriblemente realistas. En la barra hay un grupo de seis chicas vestidas con el mismo disfraz: gatas negras. Son infantiles y ridículos, pero ellas parecen muy divertidas con sus trajes y alguna que otra se divierte maullando y haciendo aspavientos felinos. Puedo ver también un bombero, un soldado, una especie de hombre lobo, un ángel, una bailarina de ballet, incluso una chica disfrazada de flor. Con pétalos alrededor de su cuello. 

–Ave maría purísima. –Dice alguien justo delante de mí, sentado en la silla libre de mi mesa. Yo doy un fuerte respingo mientras que la otra persona se ríe de mi susto. Me hace perder toda atención alrededor y yo le miro con ojos asustados. Mi reacción no es otra que contestar a sus palabras de forma robótica. 

–Sin pecado concebida. –Digo y él se muerde el labio inferior. 

–Perdónenme padre, porque he pecado. –Me dice, pensando como todos que esto es un disfraz, pero más que sus palabras, me llama la atención el hecho de que se haya sentado delante de mí sin ni siquiera pedirme permiso o haberme avisado al menos. Yo aun me mantengo en tensión con mis dos manos sujetando la copa de cristal en ellas. Él también tiene una copa, la suya de color negro, probablemente algo con Coca–Cola, y los hielos flotando alrededor. Cuando levanto la mirada hacia él me topo con un rostro que me resulta terriblemente intimidatorio. Un joven de cabellos castaños, casi rubios, en dos o tres grandes bucles cayendo sobre su cabeza. Dulces facciones aniñadas y una sonrisa pícara al devolverme una mirada juguetona. Tamborilea con una de sus manos el cristal de su copa y en su cuerpo puedo apreciar un traje de ropas clásicas masculinas. Propias del siglo diecisiete. Chaleco con bordados gris y camisa de amplias mangas que se ciñen en el puño. Las ropas no parecen del todo limpias, ni están bien planchadas. Están más bien desgastadas. No es un disfraz. 

–¿Cuál es el pecado que has cometido? –Le pregunto, algo tembloroso, siguiéndole el juego mientras que él se encoge de hombros inclinándose un poco a mí en la mesa para hablarme más de cerca. 

–Muchos, padre. Demasiados… –Dice divertido y yo me río por sus palabras. 

–No estamos en un confesionario, hijo. Deberás esperar a ir a uno para confesarte. 

–Vaya. –Dice, asombrado–. Pensé que Dios estaba en todas partes… 

–Lo está, pero no es momento ni lugar para confesar pecados. 

–Qué pena. –Dice, haciendo un puchero.

Me quedo embobado mirando su expresión. Mejillas sonrosadas y labios grandes. Nariz pequeña, muy bien perfilada con la punta levemente coloreada al mismo tono que sus mejillas. Detrás de su patilla izquierda que se convierte en bucle rubio aparece una perfecta oreja tallada en carne rosada y de su frente nace un gran bucle de cabello dorado que él retira con un dulce e inocente gesto de sus dedos. Por su nuca veo como sus cabellos se rizan un poco más al ser más cortos y crean una fantástica orgia de cascadas doradas que se entrelazan entre ellas. Son brillantes, y al tacto juro que deben ser suaves. Y por Dios, al olfato, deliciosos. Sus ojos castaños me miran con la intensidad de una oscuridad que me sobrecoge y cuando frunce levemente el entrecejo me hace sentir tan terriblemente culpable de su gesto que tiemblo. Abro los labios para decir algo pero no se me ocurre nada para consolar esa expresión por lo que bajo la mirada a mis manos sobre la copa en la mesa y suelto un largo suspiro mientras que bebo un poco del vaso. 

–¿De qué vas disfrazado? –Le pregunto mientras le señalo con la mirada algo avergonzada. 

–¿Disfrazado? –Pregunta mientras se mira a sí mismo–. ¿Cómo has reconocido que voy disfrazado? –Me pregunta divertido y yo frunzo el ceño. Él sonríe divertido. 

–Todos lo están. –Me excuso pero él vuelve a mostrarse confuso mientras mira alrededor del local. Mira, como hago yo, a toda la gente con disfraces divertidos y extravagantes. 

–¿De verdad lo crees? Yo creo que no. –Ante mi nula respuesta a sus palabras, él se hace entender–. ¿Ves a ese que va vestido de policía? En realidad le encantaría tener un puesto como tal, con tanta autoridad y valentía. Él es muy valiente y atrevido. Aquél que está vestido de pirata realmente es temerario y mala persona. Le gusta la soledad y desea algún día tener las riendas de su vida. Aquél grupo de chicas todas vestidas de gatas tiene una nula personalidad al verse tan carentes de ideas originales que tienen que vestir todas igual, son animales siempre en celo y malos, sin confianza ninguna. Y tú, –me señala–. Eres un cura con una fuerte crisis de fe que intenta combatir sus demonios alejándose de la vida que conoce, con la esperanza de encontrar en este antro una excusa para regresar a su parroquia. –Me dice y yo me quedo mudo y pálido. Me muerdo el labio inferior y le miro tembloroso mientras que no puedo aguantarle la mirada y bajo esta a mi vaso. No encuentro las palabras para rebatir las suyas por lo que me quedo reclinado en mi silla en completo silencio mientras él se reclina en la suya y se queda mirando a las personas bailando–. Está sonando I was made for lovin’ you. De KISS. Es una de mis favoritas. –Dice divertido mientras que mueve la cabeza con el ritmo de la canción y se lleva el vaso de su bebida a los labios. Se pasa después la lengua por estos y suelta un largo suspiro mientras que se gira de nuevo al público moviéndose. 

–¿Dices que tú eres el único disfrazado?

–Sí. –Dice–. ¿De qué crees que estoy disfrazado? Adivina. –Me dice divertido y yo me encojo de hombros…

–¿De… ángel?  

–¿Ángel? –Pregunta y se parte de risa mientras se agarra el vientre y yo me muerdo el labio inferior–. ¿Me ves así? 

–Ti–tienes un rostro… angelical…

–Oh. –Suspira–. Eres adorable. –Dice y vuelve a reírse pero acaba negando con el rostro, quitándole importancia a mis palabras por lo que yo pierdo completamente el hilo de su conducta. Acabo atajando las cosas por la vía fácil. 

–¿Por qué te has sentado a mi mesa? –Le pregunto y él me mira como si mi pregunta fuese lo más interesante que ha oído en toda la noche. 

–Porque soy la excusa que necesitabas. Has venido a buscarme, ¿no es cierto?

–¿Qué? –Pregunto aturdido y él resopla, mirándome más serio. 

–Soy la excusa que has venido a buscar para volverte corriendo al convento a refugiarte debajo de tu cama. Necesitabas un motivo para tu fe, ¿no? Yo soy el motivo. 

–¿A sí? –Pregunto, interesado–. ¿Y qué puedes darme como motivo para recobrar mi fe?

–Mi mera existencia es ya un motivo. Luego mis actos pueden variar dependiendo de mi estado de ánimo. Hoy por hoy, solo quiero charlar…

–¿Quién eres? –Pregunto, aturdido y él me mira, divertido. 

–La excusa. –Dice, remarcando las palabras–. Eso de momento debe servirte. 

–No me sirve. –Le digo, frunciendo el ceño y él me mira apenado. Suspira. 

–Te he dicho que voy disfrazado, ¿verdad? –Asiento–. Mi disfraz varía depende los ojos que me observen. Mira a ese de ahí. –Señala a un chico disfrazado del personaje de videojuegos, Mario Bross–. Ese de ahí me ve como una chica alta, rubia, con grandes y largas piernas y con un escote hasta el ombligo. –El chico, al ver como mi acompañante de mesa le está mirando, enrojece hasta los orejas y saluda tímidamente mientras que mi acompañante le lanza una sonrisa que le vuelve terriblemente del revés, haciendo que se gire para no ser golpeado por tal dulce sonrisa–. Aquella chica vestida de Cleopatra me ve como un cuarentón con traje y corbata. –Ríe mientras que bebe de su copa. La chica le mira y comienza a bailar algo más provocativamente–. Carencias paternas, ya sabes cómo son estas cosas. Y aquella, la del traje de SuperWoman me ve como una chica vestida con un apretado traje de CatWoman. –Dice y comienza a reírse–. Ya ves. 

–¿Es una broma? –Le pregunto aturdido y comienzo a mirar alrededor, pensando que la copa que me estoy tomando es demasiado fuerte para mí. Miro la copa con recelo pero el chico delante de mí me aclara.

–No es el ajenjo*. –Suspira–. No estás alucinando ni nada por el estilo. Deja de pensar tonterías. –Me dice. 

–¿Puedes leerme la mente?

–Claro que puedo. Puedo colarme en ella, manipularla y transfórmala. Desquiciarla, enloquecerla…

–¿De verdad?

–¿Eva mordió la manzana? –Pregunta y antes de que yo conteste señala con la mirada la copa–. Verde, como el color de mis escamas… –Yo me levanto de un salto de la silla y retrocedo un paso alejándome de la mesa. Frunzo el ceño y él entristece su tez, lo que me hace palidecer. 

–¿Ya te marchas? –Me pregunta triste y yo me agarro con fuerza a la cruz en mi cuello mientras que me muerdo el labio inferior–. Qué pena, me has traído hasta aquí y vas a dejarme plantado… yo que quería hablar contigo… –Suspira–. ¡Eh! Yo tengo una como esa. –Dice señalando el crucifijo que cuelga de mi cuello y que se sostiene en mi mano. Con una sonrisa de oreja a oreja, sonrisa que me pone los pelos de punta, se mete la mano a través del cuello de su camisa y de debajo del chaleco saca un collar de plata con una cruz prendida de este. La sola imagen, me aterroriza–. Pero está del revés… ya sabes… por eso de que soy el anticristo y esas cosas… –Dice encogiéndose de hombros y cuando me devuelve la mirada se guarda el collar de nuevo bajo la camisa y me señala el asiento delante de él–. Venías buscando una excusa, ¿quieres obtenla o te beberás la copa, vagarás por las calles ebrio y regresarás con la misma sensación de insatisfacción con la que saliste del convento? 

Pasado al menos un minuto accedo a sentarme de nuevo en la mesa y él me recibe con una amplia sonrisa infantil. Al sonreírme, sus ojos desaparecen momentáneamente y sus mejillas se colorean con un rosa que me hace sentir dulcemente agradecido. Me siento más relajado ahora que él me sonríe y cuando su sonrisa pasa a un segundo plano, mis palabras se hacen notar. 

–Si esto es una broma, no tiene gracia. 

–Tendría que haberme disfrazado con cuernos y tridente. ¿No crees? Habría sido más evidente…

–Entonces sí que no te habría creído. 

–¿Me crees? –Pregunta, con mirada pícara–. No, aun no me crees. Así sois de escépticos los de tu profesión. Creéis en las palabras sobre un antiguo libro pero lo que vuestros ojos muestran no parece interesaros. 

–Me siento aturdido. –Digo, apesadumbrado. 

–¿Comenzamos de nuevo? –Asiento–. Perdóneme padre, porque he pecado. 

–¿De qué has pecado, hijo mío?

–De muchas cosas, padre. ¿Por dónde empiezo? ¿Pecados de lujuria? Siempre son los más golosos. ¿O por los pecados de vanidad? ¡No! Por las mentiras, mejor. Pero temo, padre, que no me podré acordar de todas. Son muchos los embustes que he tramado desde que soy quien soy y son muchas las mentiras que he contado. Son muchos los tesoros que he robado y muchas las veces que me he vanagloriado a mí mismo. Me temo, padre, que tendría que estar toda una eternidad para relatarle todas mis hazañas. ¡Algunas de ellas son tan gloriosas!

–¿Te arrepientes de ellas?

–¿Debería? Está en mi naturaleza ser como soy. ¿Debería la hormiga arrepentirse por llevar alimento a la colonia? ¿O la leona por cazar una gacela para alimentarse?

–Naturaleza es una palabra muy peligrosa. –Digo. 

–Igual que conocimiento e inteligencia. ¿No es cierto? Dios prohibió a Adán y a Eva comer del árbol de la ciencia y el conocimiento porque de hacerlo, serían dioses. –Niega con el rostro–. A  nadie se le debería prohibir el conocimiento. 

–No creo que yo sea la persona adecuada con que tengas que confesarte, en caso de querer hacerlo…

–¿Debería hablar con alguien más importante?

–Con Dios, directamente. Él te escuchará. –Él se ríe de mis palabras. 

–Oh, Dios me creó tal como soy. Mis fallos son los suyos. 

–No creo que sea así, exactamente. –Digo no muy seguro de estar realmente discutiendo de esto con alguien. Con algo. Con él–. ¿Cómo debería llamarte?

–Tengo muchos nombres. Elige el que más te guste…

–No me gusta ninguno. –Digo, temeroso de pronunciar cualquiera de ellos. 

–Entonces no has de llamarme de ninguna manera. Nos entenderemos perfectamente sin esa necesidad. 

–Tengo una pregunta. –Digo y él me mira, atento–. ¿Por qué ya sabiendo quien eres, sigo viéndote de la misma manera que antes?

–Tal vez te guste este físico… –Dice, divertido y su pie se roza con el mío debajo de la mesa–. ¿Te gustan los jovencitos de cabellos rubios y mejillas sonrosadas?

–Tienes el rostro de un ángel. –Le digo, le repito. 

–Claro. –Dice como si fuese obvio–. Soy un ángel. O al menos lo era, cuando fui creado. 

–Pero… 

–Los mitos y las leyendas me han transformado en un ser amorfo de patas de carnero y cuernos en la cabeza. Rabo, piel reseca, fauces hambrientas, y aspecto desaliñado. Yo, no lo olvides, fui el primer ángel que Dios creó, y fui el más hermoso, el más inteligente. 

¿Puedo tocarte? –Le pregunto sin saber porqué y él me sonríe de forma ladina mientras se inclina en la mesa y yo alargo mi brazo para rozar con mis dedos el suave mechón de pelo que cae por su frente. Se lo retiro de forma lenta y cuidadosa. Sus cabellos son mucho más suaves de lo que me habría imaginado. Son mucho más suaves que la seda y sus reflejos dorados brillan aún más con el roce de mi tacto. Después me dirijo a su otro lado del rostro y paso mis dedos por su patilla, por su oreja, recogiendo tras ella un par de mechones de oro. La forma de su oreja es tan suave, tan dulce, es tan perfecta que siento terriblemente culpable de sentir este gozo en mi alma. Cuando me despego de él me llevo mis dedos a mi olfato. Me muerdo el labio inferior. 

–Lavanda. –Dice, sonriendo–. Como la que había plantada en el jardín de tu casa cuando eras pequeño. –A sus palabras siento un vuelco en mi estómago. Me regala un recuerdo olvidado ya por los años–. Cuando tenías cuatro años te caíste sobre las plantas de lavanda con tu traje nuevo de los domingos y por siempre olió a lavanda. 

–Apuesto a que todo esto es producto de la bebida. 

–Ojalá hubiera brebaje tan maravilloso, pero me temo que la realidad es más poderosa. 

–Seguro que todo tú hueles a lavanda. 

–No te quepa duda. –Dice, divertido–. Y mis labios saben a fresa. ¿Quieres probarlos? –Yo doy un respingo y enrojezco hasta las orejas pero él se ríe a carcajadas. Segundos después apena su gesto–. No seas así, es broma. 

–Que no habrás hecho tú… 

–No he venido a hablar de lo que he hecho yo, sino de ti. –Suspira y me mira, más serio–. ¿Por qué has perdido la fe?

–No la he perdido. –Digo–. Es solo que, no me siento…

–No te sientes satisfecho con tus sacrificios. 

–Exacto. –Suspiro–. Veo que me esfuerzo por algo que no tiene recompensa. Pensé que la vida bajo los sacrificios del celibato me recompensaría de una forma moral, más espiritual. Pero me encuentro tan perdido como el día en que ingresé, incluso peor. Me siento desazonado, me cuestiono cosas que no debería cuestionarme. Reniego de muchas de las obligaciones porque no solo no las comprendo, sino que no las comparto. Y a veces me veo asombrado con la facilidad que tienen mis compañeros de someterse a órdenes que son tan inmorales…

–¿Por qué decidiste ser sacerdote?

–Porque pensé que ayudar a los demás me traería la felicidad… 

–Oh, claro. La felicidad… todos los humanos cometéis el mismo error. Buscarla.

–¿Acaso no existe?

–No lo sé. Yo no la he encontrado nunca y no sé si alguna vez lo lograré. Tampoco me interesa. 

–Pero, yo cada día me siento más lejano a encontrarla, si es que existe. La castidad se me hace muy difícil cuando apenas tengo veintidós años, el boto de sumisión es difícil de acatar a veces cuando tengo la sensación de que podría hacer más de mí, y a veces, no quiero hacer nada de lo que me piden. Escuchar penas de gente que no parece interesarles lo más mínimo que Dios les perdone y el hecho de que mis superiores me tratan con una condescendencia que no veo en mis compañeros, me desespera. 

–¿Y por eso te has escapado?

–Sí. –Suspiro–. Lo siento. 

–No lo sientas. Supongo que era necesario que salieses del mundo que conoces y te atrevieses a ver más allá. –Mira a todas partes–. ¿Y qué te parece este sitio?

–Desagradable, pero no tan inmundo como pensaba que era. Las personas son amables y las bebidas, no tan desagradables…

–Aún no han bebido lo suficiente. –Dice, señalando a las personas con la mirada–. Un par de horas más y verás a la humanidad en todo su potencial. Es lo que más me gusta de ellos, que saben desinhibirse y sacarse de encima la coraza de humanidad que tienen para volverse animales. Es fantástico. Y si no lo hacen, ya estoy yo para ayudarles…

–¿Crees que Dios me perdonará por haber escapado?

–Sí. –Asiente–. Tu Dios lo perdona todo, irremediablemente. 

–También es el tuyo. A ti también te creó. 

–No es el mismo Dios. El Dios del que tú hablas es bueno y misericordioso, pero es una edulcorada mentira para que la sociedad tenga una excusa para desinhibirse y poder ser perdonados al día siguiente. Mi Dios es rencoroso e inmisericorde. A mí nunca me ha perdonado y es más, me desterró aquí junto a estos mortales para pasar el resto de mi eternidad. No sé si lo sabrás, pero la eternidad es muy larga y a veces es muy difícil sobrellevarlo con dignidad…

–¿Entonces, Dios no me perdonará?

–Si tienes que vivir a base de la aceptación de los demás, no hallarás nunca la felicidad. 

–No tiene gracia. 

–Claro que no. –Me dice encogiéndose de hombros–. Es cruel y triste, en lo cual yo sí hallo la chanza. –Sonríe y yo bajo la mirada, disgustado. 

–No me ayudas. –Murmuro y él suelta un largo suspiro–. Simplemente por el hecho de estar hablando contigo deberían condenarme al infierno. –Él asiente a mis palabras–. ¿Cómo es el infierno? Es tal como lo dibujan en los libros. 

–No. –Dice, serio, cruzándose de brazos–. No hay volcanes que escupen lava ni diablillos mutilando y matando gente. Tampoco estoy yo allí, ni tampoco hay brujas ni duendes ni nada parecido. No hay humo, ni olor a azufre. –Se encoge de hombros. 

–Pero, existe.

–Sí, claro que existe. Pero cada humano tiene un infierno personalizado. El infierno es la eterna experiencia de nuestro mayor miedo. El infierno es un lugar, en donde el agua más dulce no sacia los paladares más sedientos ni la comida más sabrosa los estómagos hambrientos. Las mujeres más hermosas se deshacen como ceniza en tus manos y los colores más radiantes se vuelven secos y fríos. La gracia de una sonrisa desaparece, no hay felicidad, no hay diversión. Jamás te acostumbras al miedo, jamás cesa el pánico ni la tristeza. –Mira alrededor–. Tú has tenido una vida simple y acomodada. Tal vez este lugar podría ser tu perpetuo infierno. Tú y yo, aquí, charlando como amigos. ¿Te gustaría?

–No. –Murmuro–. Pero hay cosas peores. –Él se encoge de hombros ante mis palabras–. ¿Quiénes van al infierno?

–Todo el mundo. –Suspira. 

–¡¿Todo el mundo?!

–Sí. Nadie es digno de ir al cielo. Todos los humanos pecáis. ¿Quién no ha robado alguna monedilla? ¿Quién no se ha sentido banido al ponerse un poco de maquillaje? ¿Quién no ha pecado de lujuria o quien no ha envidiado a su compañero?

–Pero tenemos la oportunidad de redimirnos. 

–Eso no sería justo para nadie. Solo las personas puras de corazón se merecen un lugar en el cielo y me temo que el ser humano es demasiado imperfecto como para ascender a ningún lado. 

–¿Esto es lo único que me queda? Vivir aquí unos cuantos años haciendo mi mejor esfuerzo por lograr ir al cielo para encontrarme en una eternidad en el infierno. 

–Esa es la debilidad de la gente como tú. Todo lo hacéis por un fin, y no por el mero hecho de hacer las cosas. No logras entender mis palabras. Si ayudas a alguien, hazlo por esa persona y no porque tus actos te recompensen a la hora de ir o no al cielo. –Chasquea la lengua–. Pero ya da igual, tú estás condenando de cualquier manera. Mírate, aquí, rodeando de esta gente, saltándote tus votos, todo en lo que crees tirado a la basura por un arrebato juvenil…

–Eres malo… –Murmuro mirándole con los ojos entrecerrados y él me devuelve una mirada ladina. 

–Por su puesto. Pero eres tú el que me ha llamado… –Suspira y bebe un poco de su copa. Después de beber me extiende el vaso con una mueca amable y amistosa–. ¿Quieres? Es sangre de Cristo… –Me dice y yo asiento entusiasmado mientras cojo su copa en mis manos y la llevo a mis labios agradecido del sabor del vino, pero cuando el licor toca mi lengua, no es vino lo que estoy tomando. Su sabor es rancio y caliente, a pesar de tener hielo. La textura es espesa, es densa. Es sangre. 

Rápido escupo la sangre a un lado del suelo mientras que él recoge el vaso de mis manos y yo comienzo a toser, terriblemente asqueado mientras que el sonido de su risa reverbera en todo el local. 

–¡Te lo he dicho! Es sangre de Cristo…

–Te odio. –Murmuro y me enjuago la boca con mi propia copa. Cuando levanta la mirada llorosa él bebe despreocupadamente de su vaso y cuando me devuelve la mirada lo hace con una expresión dulce e inocente. 

–¿De verdad me odias?

–Sí. –Suspiro. 

–¿Ves? Ahí está tu motivación. –Señala la puerta del local–. Ale, regresa al convento y sigue con tu vida para combatir mis actos por todo el mundo… 

Yo no me muevo un ápice mientras él se deja caer sobre su asiento esperando respuesta a sus palabras pero en vez de decir nada, me quedo con las manos sobre mi regazo mientras miro a la mesa delante de mí, apenado y disgustado conmigo mismo por estar aquí, con él por aparecérseme de esta forma y por jugar conmigo de esta forma tan cruel. Aun sigo pensando que él es un delirio de mi mente, embrujada por la bebida o incluso que yo mismo le haya creado para satisfacer mis problemas. Pero su presencia no hace sino crearme más confusión. 

–Narciso. –Le digo mientras él levanta la mirada para devolverme una expresión confusa. 

–¿Qué?

–Así voy a llamarte. 

–¿Narciso?

–Sí. Me recuerdas a Narciso*, el cuadro de Caravaggio*. 

–Ah… –Dice pensativo–. Un hombre enamorado de sí mismo que, un día mirando su reflejo en un lago, se cae y se ahoga. –Murmura para sí mismo, cavilando en el mito–. Me gusta. –Dice entusiasmado–. Supongo que va conmigo…

–Supongo…

–¿Me ves tan hermoso? –Murmura y yo le retiro la mirada mientras que él chasquea la lengua y se levanta de su silla para caminar con esta de la mano y ponerla a mi lado, de espaldas a todo el barullo de la gente bailando. Él se oculta de ellos y también me oculta a mí. Cuando se ha sentado a mi lado puedo percibir que su presencia es mucho más intimidatoria que cualquier adolescente con un rostro bonito y gestos atrevidos. Puedo ver que sus ojos se han convertido en dos orbes negros, sin iris, sin esclerótica, sin nada. Son dos esferas negras, brillantes por los neones, que me miran perdiendo todo rastro de humanidad y sin embargo siguen siendo igual de hermosos que antes. Mucho más, porque la falta de humanidad no hace sino dotarlo de esa imagen misteriosa y divina que solo una ángel podría tener. Es un ángel. Cuando se sienta a mi lado al fin y posa su brazo en el respaldo de mi silla me llega el olor a lavanda que olí fugazmente en mis dedos y ese olor me transporta a una infancia que ya no recordaba. Vuelvo a mi pasado, a mi naturaleza aniñada e inocente. Le miro con grandes ojos temblorosos y él me sonríe dulcemente. Ojalá pudiera ver en mi mente como le veo a él, y como me veo a mi mismo cuando él se acerca. 

–Puedo verlo. –Me susurra y yo suspiro largamente–. ¿Te incomodo aquí sentado?

–Sí. –Le digo. 

–Bien. –Dice, y se me queda mirando desde esa cercana distancia. 

–¿Así sedujiste a Eva?

–Así seduzco a todo el mudo. 

–Los engañas. Me estás engañando a mí también…

–Sí. Pero las mentiras son dulces y piadosas y no le hacen daño a nadie. La realidad duele mucho más. 

–¿Cuál es la realidad?

–Que estás en un bar a las tres de la mañana charlando con el diablo…

–La realidad es que me he vuelto loco. 

–También. –Asiente. 

–¿No tiene nada mejor que hacer el diablo que hablar con un cura descarriado a las tres de la mañana?

–Te sorprendería, pero me caes bien. 

–¿A sí? ¿Y eso porqué?

–Porque debajo de este hábito. –Coge mi crucifijo en sus manos y lo mira, curioso–. Y detrás de esta cruz, detrás de esa expresión de inocencia eres una mala persona. 

–No soy mala persona…

–Me he equivocado antes, tú también llevas un disfraz. Tú y yo somos los únicos aquí que fingimos ser quienes no somos. Yo con esta expresión de querubín y tú con este hábito…

–Yo… soy buena persona…

–Ya. –Murmura–. Me ha gustado eso de Narciso. No hace sino reflejar de qué pecado capital pecas. Vanidad, cielo. –Me dice, soltando mi cruz y acariciándome el cabello. Sus manos por mis sienes se sienten demasiado extrañas. Sus dedos son suaves, cuidadosos…

–No soy vanidoso. 

–Lo eres, pero desconoces el significado de lo que eso significa. Te tienes por mucho más de lo que eres realmente. Ves en ti a un completo intelectual incapaz de satisfacer su enorme ego. Por eso tantas preguntas sin respuesta, por eso no puedes obedecer con sumisión. Por eso estás aquí para buscar respuesta a unas preguntas que en el clero no te contestan. Y por eso, aquí estoy yo, para satisfacer todos tus apetitos vanidosos…

–¿Tú?

–Claro, pequeño. –Dice con melosidad y suelta mis cabellos para mirarme con seriedad–. Adelante, dispara…

–¿Por qué soy débil ante cualquier cosa?

–Porque en realidad deseas fortalecerte con cada golpe y te arriesgas al dolor. Vanidad.

–¿Por qué necesitaba ser sacerdote?

–Porque deseabas ser más de lo que ya eras, y la iglesia es el órgano más importante de la sociedad. Vanidad. 

–¿Por qué huyo de lo que soy escapándome del convento?

–Porque deseas abarcar horizontes que no hayas catado aun con la única intención de agrandar tu ego. Vanidad. 

–¿Por qué me gusta hablar contigo?

–Porque amas la verdad. Porque disfrutas flagelando tus conocimientos y adoras saber que hay algo al otro lado de la realidad que te han dibujado. 

–Vanidad. –Decimos los dos a la vez. 

–A Dios podrás mentirle. A tus superiores, a tus padres. Pero a mí no puedes mentirme. Puedo ver en tu mente, y te aseguro, que tu potencial está desaprovechado. Mira a este rebaño de ovejas. –Mira a las personas bailando–. Todas ellas con sus problemas personales, con sus luchas internas, pero ahí están, bailando para fingir que por un momento no tienen esos problemas y pueden desinhibirse como el resto. Tú y yo no tenemos esa capacidad. Nuestros demonios nos persiguen a donde vayamos y no podemos libraros de ellos a no ser que sea en una dulce conversación con dos copas de por medio. 

–Tú eres mi demonio. 

–Exacto. –Dice y yo le miro serio. 

–Dame una salida. –Murmuro–. ¿Qué debo hacer con todo esto?

–Te diría que te pasases al otro bando, pero supongo que estar de mi parte no tiene una buena nómina, así que haz lo que creas conveniente. –Se encoge de hombros–. Necesitas la aprobación de alguien. Te diré lo que nadie te ha dicho jamás y que tanto deseas oír: hagas lo que hagas, a mí me parecerá bien porque decidas lo que decidas, nos veremos cuando mueras… –Se encoge de hombros. Yo me muerdo el labio inferior y suspiro largamente mientras no me contengo a acariciar el mechón dorado que se ha escapado de detrás de su oreja. Vuelvo a ponerlo bajo la protección de esta seguido de su ladina mirada. 

–Tengo una última pregunta. 

–Dime. 

–¿Por qué traicionaste a Dios?

–Por lo mismo que tú. Yo me creía mejor que lo que reflejaba en los demás y quise demostrarlo.

–Vanidad. –Le digo y él asiente y se levanta de su asiento, cogiendo este de la misma forma que antes y poniéndolo de nuevo frente a mí en la mesa. Se sienta con un largo suspiro y da un trago a la copa que tiene a su alcance.

–¿Qué te parece si empezamos de nuevo? –Me pregunta otra vez y yo frunzo el ceño. 

–¿De verdad?

–Sí. –Dice y yo asiento, sonriendo, mirando mis manos sobre la mesa–. Ave María purísima. 

–Sin pecado concebida. –Suspiro, divertido. 

–Perdóneme padre, porque he pecado. 

–¿Qué pecado has cometido, hijo mío? 

–He seducido a un cura, padre. Y me ha gustado. –Cuando levanto la mirada con una sonrisa divertida, ya no hay nadie sentado delante de mí. Mi sonrisa se desvanece poco a poco mezclada con tristeza, preocupación y decepción. Miro a todas partes pero no lo encuentro, no al menos entre el barullo de la gente alrededor. Me quedo levemente confuso y desorientado. La música parece muy lejana a mí y también su olor. Me llevo los dedos a la nariz pero ya no huelen a lavanda y parece como si nunca hubiesen olido a eso. Me muerdo el labio inferior mientras me quedo mirando el asiento vacío delante de mí. No hay una copa de sangre a su lado ni tampoco parece como si nadie hubiera estado ahí nunca. Mi copa está por la mitad pero me siento como si hubiese tragado barriles de absenta. Me siento turbado, confuso, mareado, y sin embargo la palabra vanidad sigue perturbando mi mente. Me agarro con fuerza al crucifijo y miro en derredor confuso por toda la gente que hay alrededor. Corderos descarriados, insulsos humanos perdidos en sus universos de plástico. Perdidos en sus galaxias de neón. 

Con el miedo aun en el cuerpo me levanto tambaleándome al primer paso y me encamino sin pensarlo demasiado hacia la salida del local la cual me recibe una noche oscura y fría. Me agarro a mi sotana y camino alejándome calle abajo hacia la oscuridad más inmensa. Tropiezo un par de veces en medio de la calle, doy un traspié y me apoyo con una mano en la pared de un edificio cercano. Con la sensación de que voy a vomitar o a desmayarme en cualquier momento apoyo mi espalda contra la grava del edificio y me deslizo por la pared hasta caer sentado en el charco de mierda que es la acera. Turbado y confuso me deshago del crucifijo sobre mi cuello y me lo quedo mirando como quien mira a un viejo amigo, como quien sujeta un cigarrillo después de haber dejado de fumar. Con la mano temblorosa lo tiro al suelo sintiéndome desmerecedor de su presencia a mi lado y me llevo ambas manos a mi rostro, a mis ojos, para ocultar mi llanto de la noche. Tiemblo, siento espasmos en mis hombros, lloro como llevo noches haciendo y me dejo rodear de la noche a mi alrededor. Del silencio, del lejano ruido de la sala de fiestas. Me siento sucio, asqueado, traicionado y engañado. Me siento muerto, pero renacido al mismo tiempo y como un niño recién nacido, lloro por la atención de mi madre y por la espantosa visión que es la realidad en la que nazco. 

 

 

La imagen del Cristo crucificado delante de mí se me hace ahora una imagen demasiado extraña. Ese rostro casi desfallecido tendido desde esa cruz de madera, al borde de la vida, tallado en pulcra madera llena de carcoma. Antes, ese rostro tenía una mínima vida. Tenía una expresión dulce y complaciente, pero ahora, mientras estoy arrodillado en este banco, puedo distinguir que no hay expresión alguna ni tampoco brillo en esa mirada moribunda. Tan solo es madera con trazos de pintura descascarillada. Puedo distinguir parte de la madera que se ha desprendido por poca resistencia y en la pared de la cruz, hay ciertos resquicios de hongos. No puedo si ni quiera pensar en que antes esa imagen podría haber hecho sentir cualquier tipo de emoción espiritual o sentimental. Comienzo a preguntarme, mientras me santiguo frente a la imagen, si realmente alguna vez me ha hecho sentir algo a parte de recelo.

Cuando me levanto del banco en que estaba arrodillado me palpo ya como un acto reflejo o como un TOC* el crucifijo que cuelga de mi cuello sobre la parte superior de la sotana mientras me encamino a mi celda*. El sonido de mis pasos a lo largo de toda la estancia en silencio se me hace demasiado pesado y llamativo. Apenas hay una joven monja arrodillada en uno de los bancos más alejados del altar. Ella ni siquiera me mira cuando paso por su lado en dirección a los aposentos. Murmura con ojos cerrados y manos unidas, algo que no soy capaz de oír. Hoy le he pedido a Dios por mi alma, por segunda vez en el día y como llevo haciendo durante días, durante semanas desde aquella escapada de madrugada del convento. Por suerte cuando regresé nadie se había percatado de mi ausencia ni nadie me había echado en falta. Nadie preguntó por mí. Nadie supo de mis faltas. Solo Dios que me estuvo vigilando a través de los ojos de ese demonio. 

Antes de llegar a mi celda, la madre superiora me detiene y me hace mirarla con una expresión angustiada. Yo le devuelvo una mirada un tanto extrañada mientras me coge de uno de los brazos.

–¿Has visto al padre José?

–No, madre superiora. –Le digo, pensativo–. ¿Ocurre algo?

–No, nada querido. –Me dice con una sonrisa amable y yo sonrío con ella mientras me paso los dedos por el cabello para retirármelo de la frente–. Me ha dicho que te estaba buscando. Te han traído un regalo. 

–¿Un regalo? –Le pregunto mientras frunzo el ceño y miro en dirección al pasillo en donde estamos, divisando a lo lejos mi celda. 

–Sí, querido. ¡Un regalo!

–¿Lo han traído mis padres?

–Suponemos. A primer ahora estaba en el despacho del padre José con una nota. –Ella se encoge de hombros. Cuando pasan dos monjas de la edad aproximada de mi madre, se saludan entre ellas y yo muevo mi cabeza en señal de saludo. La madre superiora sigue hablándome–. Como el padre José no te encontraba te lo ha dejado en tu celda. –Yo asiento, suspirando y cavilando en qué puede ser tal regalo. 

–¿Qué es?

–No me lo ha dicho. –Se encoge de hombros pero en su mirada puedo conocer la verdad de sus palabras. Solo me lo oculta para no quitarme la desilusión. No mentirás. 

–Vaya… –Digo pensativo y ella me palmea el brazo unos segundos–. Estaba rezando, madre. –Le digo–. Y antes estuve en los jardines, ayudando con la siembra de las lechugas en el huerto. Las chicas necesitan un poco de mano masculina para esas cosas…

–Haces bien querido, Dios te agradecerá tu buena voluntad. –Me dice mientras vuelve a palmearme el brazo y me sonríe haciendo que su rostro se llene de arrugas. Cuando continúa por su camino yo me quedo mirando el pasillo por delante. Me muerdo el labio inferior y me agarro a la cruz de mi cuello como sostén para no caerme por el vértigo de la sorpresa. Hacía muchos meses que mis padres no me traían nada. Pienso en las últimas noticias que he tenido de mis padres: Varias cartas, algún paquete con galletas de mi abuela, alguna postal de alguno de sus viajes por América. Pero jamás un regalo del cual la madre superiora se crea que no debe contármelo pues cuya sorpresa ha de ser grande y privada. 

Camino con ansias y prisas hasta la puerta de mi celda y nada más agarrar el pomo de esta, ya sé lo que es. Y me detengo en seco. Un súbito arrepentimiento me invade las fosas nasales y no soy capaz de comprender hasta qué punto el miedo me está devorando por dentro. Y sin embargo, el olor no me trae sino buenos y dulces recuerdos. Cuando me animo al fin a entrar en mis aposentos encuentro, sobre la mesa que uso como escritorio, un jarrón de pulcro cristal transparente, brillante el sol a través de su estructura, y dentro de este, un grueso ramo de lavanda. Los colores violáceos brillan con rayos de cálido sol pasando a través de ellos y el olor me golpea como una bofetada nada más que entro en el interior. Cuando cierro detrás de mí me quedo en la intimidad con ese espectacular ramo de flores y me acerco a pasos cortos hasta que mis manos llegan a rozar su forma, sus pequeños pétalos, los finos tallos. Mi mano se queda impregnada del fuerte olor de la lavanda y sin poder evitarlo me acerco también a olerlo directamente. Los pequeños tallos rozan mis mejillas y yo cierro los ojos sintiendo como acompañante el calor del sol sobre mi piel. 

Una pequeña tarjeta adorna al jarrón a su lado en la mesa. La cojo con un tanto de emoción para leer: Para Jaime H.T. Le doy vueltas por todas partes intentando leer algo más pero la tarjeta está vacía más que por mi nombre y no encuentro quien ha sido la persona que me lo ha mandado ni con qué intenciones más que adornar mi cuarto y dejarme por semanas este olor por todas partes. Vuelvo a sumergir el rostro en el jarrón hasta que una voz dentro de mi cuarto me sobresalta. 

–¿Te ha gustado mi regalo? –Doy un respingo al sonido de una voz que me sorprende a mi espalda y me giro para ver a un joven de cabellos rubios tumbado en una pequeña butaca de mimbre forrada de cojines color crema. Su trasero cae justo en el asiento pero su espalda está apoyada en uno de los reposabrazos y sus piernas desnudas están colgando del otro reposabrazos. Porta unos pantalones remangados por encima de las rodillas, verdes claros, igual que los del chico del cuadro de narciso. Su parte superior está decorada con la misma amplia camisa del otro día y porta el mismo chaleco gris. Puedo ver sus cabellos rubios naciendo de su cráneo pero su rostro me es oculto porque a la altura de sus ojos sostiene un libro en el que parece muy concentrado. Me habla, sin embargo, con ese tono de voz juguetona que me pone de los nervios. 

–¿Tú me has traído esto?

–Claro. –Dice encogiéndose de hombros como si no fuese obvio. La luz del sol le sienta mucho mejor que las luces de neón de aquella sala de fiesta. Su piel tiene un tono lechoso que me hace sentir terriblemente intimidado y en la voluptuosidad de sus miembros puedo ver que de estatura es apenas más corto que yo. Es un chico, un niño. Es un joven que tiene la imagen perfecta para tocarme la fibra–. ¿Quién creías que te lo había traído? ¿Los padres que nunca se acuerdan de su hijo?

–¿Sabes lo peligroso que es que estés aquí? –Le pregunto casi alarmado, en voz baja pero autoritaria para que capte todo el miedo que tengo de que alguien entre aquí y le descubran. Traer un extraño a mi celda es suficiente penitencia como para dejarme semanas sin cenar, pero haber metido al diablo en la casa de Dios puede hacer que me crucifiquen a mí. 

–Tranquilo, nadie puede verme si no lo deseo. 

–Pues desaparece también de mi vista. –Le digo preocupado pero a mis palabras él baja un poco el libro que tiene de las manos y me mira a través del borde de este con una mirada lasciva. 

–¿Encima de que te traigo un regalo? 

–¿Pero qué te crees que es esto? –Le pregunto ofendido pero él vuelve a interponer el libro entre su mirada y la mía–. ¿Fausto*, de Goethe*? –Le digo a lo que él suelta una risa nasal–. ¿Me vas a pedir mi alma o algo?

–Me retrataron bastante bien ahí. –Dice divertido mientras se acomoda mejor en el asiento–. Pero no, no voy a ser tu sombra, si es lo que dices…

–Genial. Ahora, lárgate. No quiero meterme en problemas. 

–¿En qué problemas iba yo a meterte? –Me pregunta mientras yo trago en seco preocupado y me le quedo mirando con más detenimiento. Tiene los pies descalzos. Cuelgan divertidos por el borde del asiento y se mueven de forma infantil de un lado a otro, arriba y abajo. Tiene los dedos con las puntas rosadas y no tiene una sola herida en ellos. Se ven suaves, limpios. Juguetones. Cuando desvío la mirada hacia el libro que sostiene me doy cuenta, no solo es una Biblia, sino de que es mí Biblia, al recaer en el hueco de esta en mi estantería. Cuando camino hasta él y le quito el libro de las manos él me devuelve una mirada un tanto ofendida y enfadada–. ¡Eh! Yo estaba a punto de hacer mi aparición estelar. –Dice desanimado mientras me giro la Biblia a mí. Está leyendo el Génesis. 

–¡Déjate de tonterías! –Le digo lanzando el libro sobre la cama y él se horroriza. 

–¡Ten cuidado con eso! Son las santas escrituras, niño… –Me dice y se acomoda mejor en la butaca, desparramando también sus brazos sobre su cuerpo. La postura no parece muy cómoda, pero él parece estar perfectamente colocado. Como si estuviese sostenido por brazos de querubines en medio del cielo. Me mira disgustado y yo me cruzo de brazos mientras espero una reacción de él que no sea poner expresiones exageradas o mirarme de esa forma tan despectiva. 

–¿Qué problema tienes conmigo?

–Ninguno. –Dice sin más encogiéndose de hombros–. ¿No te ha gustado mi regalo? –Señala las flores–. Pensé que te haría ilusión…

–No. –Digo, serio, y él hace un puchero–. Pero gracias igualmente. ¿Puedes marcharte? –Le pido y él se lleva una mano a la barbilla para hacer una pose pensativa. 

–Mmm. –Piensa, para sí–. No. –Sentencia divertido y emite el sonido de una melosa risa que me pone los pelos de punta. Su voz sin música de fondo es una sensación extraña. La gracilidad de sus palabras. La dulce entonación de su voz. 

–Vete. –Le pido, intentando parecer más calmado–. Por favor…

–Dios no te perdonará que hayas metido al diablo en su casa. –Dice divertido y yo suelto un largo suspiro mientras me encamino a la silla de mi escritorio y me siento ahí, de cara a él, apoyando mi brazo en el respaldo de esta. Él se dedica a mirar por todas partes mi pequeña celda. Una cama, un escritorio, un pequeño baúl donde guardo mi ropa y una pequeña estantería donde tengo mis pocos libros y pertenencias. A parte de la butaca en la que está sentado–. Perdóneme padre porque he pecado. –Me dice juguetón y yo suelto un largo suspiro. 

–Ya somos dos. –Le digo y él me mira divertido. 

–¿A sí? 

–Sí. 

–Cuéntame… –Me dice. 

–Solo hablo con Dios de mis pecados. 

–¿Y le has contado que has pensado en mí?

–No. –Le digo frunciendo el ceño–. Por tu culpa le estoy ocultando a Dios mis sentimientos, y a mi mismo también. No puedo sacarte de mi cabeza. ¿Qué me pasa?

–La verdad tiene ese poder.

–¿Por qué has venido?

–Porque quería verte… –Dice como si fuese algo normal y deja caer su cabeza por el respaldo, haciendo que sus bucles se queden tendidos de su cabeza. 

–¿Vas a torturarme así el resto de mi vida?

–¿Hablar conmigo te parece una tortura? Que poco sabes de torturas, muchacho. 

–Para mí no hay dolor más grande que traicionar a mi dios charlando tan alegremente con el diablo. –Él se encoge de hombros desde su lugar y yo me paso las manos por el rostro esperando que cuando reabra los ojos, él no esté aquí. Pero ahí sigue, tumbado en la butaca. 

–Algunos me tienen también por un dios, ¿lo sabías?

–Sí. Pena me da esa gente que se cree que te deben alguna sumisión por parte de ellos. 

–La gente hace lo que le da la gana. Unos rezan a un hombre crucificado, otros a mí, otros a un asiático gordo… los humanos son así, siempre perdidos y desesperados. Les rezarían a una roca si se inventasen una buena historia sobre ella. Y si no, también. –Me mira, de reojo–. ¡Qué te voy a decir a ti! Tú has estudiado teología, lo sabes mejor que yo. 

–No hablemos de locuras, cuando estoy hablando con el mismísimo demonio. 

–Touché. –Dice divertido y se lleva una mano a los bucles que cuelgan de su cabeza y comienza a acariciarlos y a rizarlos mientras tiene la vista perdida por alguna parte–. Así que al final, decidiste volver aquí… ¿no? No te sirvió de nada hablar conmigo. 

–Sí me sirvió. Me ayudó a comprender que realmente este es mi lugar y… 

–¡Oh por el amor de Satán! Deja de mentirte, e intentar mentirme a mí. Eso funcionará con el de ahí arriba, pero yo no me lo trago… –Se yergue en el asiento y me mira con las mejillas rojas por haber estado tumbado–. Ni eres feliz aquí ni sabes cómo salir. Por eso has regresado. 

–¿Y qué esperas que haga? Mi familia no va a acogerme de vuelta en casa ni tampoco tengo a donde ir…

–Y prefieres seguir viviendo aquí dentro por el resto de tu vida. 

–Supongo. –Digo, encogiéndome de hombros mientras que él me mira con ojos negros y profundos.

–Solo eres un niño rico malcriado que ha vivido siempre bajo la protección de un ser superior. Antes fueron tus padres y ahora es Dios. ¿Tanto miedo te da dormir en la calle? ¿Tanto miedo te da no saber a dónde te diriges? Yo lo sé, te diriges directo a una depresión y a un posible suicidio…

–El suicidio es pecado. –Le digo. 

–Mentir es pecado, tener pensamientos impuros es pecado, masturbarse es pecado, ¿orinar es pecado? –Pregunta divertido y yo ruedo los ojos. 

–Déjalo ya. –Le digo mientras me giro en dirección a la ventana y veo a través de esta los jardines traseros y a lo lejos, el huerto donde he estado ayudando hace una hora. Me muerdo el labio inferior cuando él vuelve a hablar. 

–¿Qué tal es la vida de clausura sin amigos? –Me pregunta y yo frunzo el ceño. 

–Aburrida. –Le digo y él suelta un “ahhh”. 

–La mayoría son niños de papá y mamá como tú, muchacho. Y los que no, huérfanos que no han conocido el amor paterno. ¿Qué me dices de esos? ¿No hablas con ellos?

–No son tantos como crees, apenas cinco o seis. Pero no, no me hablo con ellos. 

–¿Y con los superiores? Ambos sabemos que logras comprender mejor la mente adulta que la infantil. 

–Estoy seguro de que podría llevarme mejor con adultos ateos que con mis superiores aquí. –Le suelto y él chasquea la lengua. 

–No estoy de acuerdo. Eres un maldito misántropo*. No puedes llevarte bien con nadie. Ni siquiera conmigo. –Dice y esta última frase la suelta con un deje de tristeza. Cuando me giro a él para recriminarle su insulto, la butaca se encuentra vacía y en perfecta condiciones, como si no se hubiese sentado nadie. Me quedo mirando un segundo la butaca pero una mano sobre mi hombro me sobresalta haciéndome girar de nuevo. Lo encuentro de pie, apoyado con el trasero en el borde de la mesa. Así, de pie, le calculo que mide un metro y medio o algo más. Tal vez no llegue al metro sesenta, dado que yo mido metro setenta.

–¡Me has asustado! –Le digo enfadado y él se ríe divertido. Yo me llevo una mano al corazón y me dejo caer en la silla mientras él se cruza de brazos de cara a mí–. No desaparezcas como si nada…

–Es lo que hago. Aparezco aquí, desaparezco allá… 

–No me gusta. Compórtate como un maldito humano. 

–¡Si me quitas mis poderes, ¿qué me queda?! Pierdo toda la gracia. 

–A mí no me costaría un infarto. 

–Cálmate. –Me dice pasando una de sus manos por mi cabello, retirándomelo de la patilla y colocándolo detrás de mi oreja. La sensación es terriblemente excitante, y yo hago un brusco gesto con mi rostro para deshacerme de su contacto. Él se lo toma a mal y se retira su mano de mí para volverla a colocar con sus brazos cruzados–. Te he oído lo que le has dicho a la madre superiora. –Señala hacia la ventana–. ¿Con que esas chicas pobres y desvalidas necesitaban de tu fuerza masculina?

–Sí. –Digo frunciendo el ceño pero él se ríe de mí con la mayor crueldad. 

–Cualquiera de ellas es más hombre que tú, diablillo. –Me dice divertido y yo frunzo el ceño mientras mis mejillas arden–. Eres un asqueroso machista, clasista y misántropo…

–Es muy grata tu compañía. –Le digo sarcástico y él se encoge de hombros. 

–El poder de la verdad. –Me dice inclinándose hacia mí y yo le miro receloso mientras sonríe con una endiablada sonrisa terrorífica y yo le aparto la mirada ruborizado. Vuelve a erguirse sobre la mesa y yo miro hacia el exterior, frunciendo el ceño–. ¿Quieres seguir oyendo verdades?

–Claro. –Digo no muy interesado pero él se entusiasma. 

–No eres el único que se escabulle de su celda entrada la mañana. –Dice mientas yo doy un respingo y él me devuelve una mirada divertida y pícara. Yo me asombro. 

–¿Enserio?

–Sí. –Se encoge de hombros mientras alcanza uno de los tallos de lavanda y se lo queda en las manos mientras lo huele con una expresión divertida y lo mueve, jugando con él, entretenido. 

–¿Quién?

–Una de las chicas a las que estabas ayudando con las lechugas. –Me dice mientras yo doy un respingo y le miro frunciendo el ceño. 

–¿Quién?

–Ah… –Murmura–. Se dice el pecado, pero no el pecador. –Se encoge de hombros y yo desvío la mirada hacia el huerto, pero ya no hay nadie allí, más que una de las superiores paseando. Me sobresalta el tallo de lavanda rozando mi nariz dirigido por su mano, haciéndome sobresaltar. 

–¿Y a dónde va? –Pregunto curioso. 

–A la celda de otra de las chicas con las que estabas… –Dice riendo y se cubre la boca con el gesto más infantil que he visto de él. Me lo quedo mirando y el sol sobre su cabello dorado me impide mirarle directamente. 

–¿Para qué va allí? –Le pregunto curioso y él ríe aún más fuerte, se ríe de mi inocencia. 

–¡Oh joven diablillo inocente, pulcro de pecados de la carne! 

–No te rías de mí. –Le pido, enfadado. 

–Eres tan terriblemente adorable que te devoraría hasta el alma. –Me dice inclinándose hacia mí mientras roza con la lavanda mis mejillas enrojecidas y yo le aparto la cara–. ¿Para qué crees que va, criaturita? Para jugar, cielo…

–¿Jugar? –Pregunto y él me mira asintiendo.

–¿Sabes quién más se escapa de su celda?

–¿Quién?

–Una de las monjas que cuidan de las huérfanas… –Dice mientras mira a través de la ventana–. La que también se encarga de la cocina a veces…

–La madre Rosario. 

–Esa. –Dice divertido–. Se escapa de madrugada para ver al padre Isaac. –Dice y yo doy un respingo asustado. 

–Eres un embustero. –Digo mientras niego con el rostro y él se encoge de hombros. Le importa bien poco si le creo o no. 

–Y el padre Marcos. –Me mira pícaro–. Alguna que otra vez ha ido a visitar bien entrada la noche a los huérfanos recién llegados…

–¡No dices más que mentiras! –Le digo pero él rueda los ojos. 

–Es la verdad. –Dice como justificación y me sonríe ladino. Con un gesto sutil pasa su mano a través de mi clavícula y se sujeta desde mi hombro para caer grácilmente sobre mis piernas sentadas en la silla. Ahora su peso recae sobre mi regazo mientras que sus piernas caen a través de una de las mías y como acto reflejo sujeto su espalda con una de mis manos. Él se sostiene con uno de sus dos brazos a través de mis hombros y con el pequeño tallo de lavanda juguetea a través de mi rostro y cuello, entretenido–. ¿Quieres más verdades, pequeño bebé?

–Sí. –Digo mirando directo al jardín. 

–El padre Óscar mete la mano en el cepillo de la iglesia todos los domingos por la tarde. Siempre se lleva calderilla pero moneda tras moneda…

–¿El padre Óscar? –Pregunto sorprendido–. Es el que imparte las clases de catequesis…

–Así es. No solo peca de avaricia sino que también de hipocresía. –Pasa la lavanda a través de mi cuello, hasta mi clavícula–. ¿Quieres más?

–Sí. 

–Sor Elena tiene un hábito muy peligroso, y muy divertido. Le gusta pegar a los niños. Sobre todo a los pequeños que aún le tienen miedo. A veces, sin motivo, les arrea un buen azote o alguna que otra torta en la cara hasta que lloran…

–Más. –Le pido y él se recarga en mi hombro y yo pongo mi mano sobre una de sus piernas sobre mi regazo. Su voz me llega como un susurro hasta mi oído. 

–El cura Horacio se pasa las noches masturbándose. –Dice divertido y yo enrojezco hasta las orejas–. Piensa en cualquier cosa. En chicas, en chicos, en niños, en animales... nunca se sacia. Lo pone todo perdido… –Yo aprieto mi mano en sus mulos de piel lechosa. La carne se cierne con mi agarre y es suave, blanda, desprende un dulce olor a vainilla. ¿Vainilla?–. ¿Te gusta como huelo hoy?

–Sí. –Murmuro mientras él sigue apoyado en mi hombro–. Cuéntame más cosas. 

–Parte del dinero que recauda la iglesia va destinado a financiar las campañas del partido conservador. –Yo le miro preocupado–. El cual, cuando está en el gobierno, destina parte del producto interior bruto a armamentística y a combatir guerras que no nos conciernen…

–Eso es…

–Maravilloso. –Dice, y yo niego con el rostro–. Lo es, porque la ironía es maravillosa. Promulgas la paz con esta cruz colgando de tu cuello y en realidad contribuyes a lo contrario. –Dice cogiendo con una mano la cruz sobre mi cuello y me tira de ella haciéndome sentir ahogado por un segundo. Yo me le quedo mirando con una expresión preocupada pero él no rebaja la fuerza. Se relame los labios–. Pero no te sientas culpable. La realidad es que al ser humano le gusta la guerra, le gusta discutir y le gusta matar a otros humanos. –Afloja el agarre y yo trago en seco mientras suelta la cruz y se vuelve a reclinar sobre mi hombro. Comienza a susurrar de nuevo–. No sé cómo lo lográis pero cuanta más paz pedís, más guerras creáis y cuanta más gente muere, menos importancia le dais a la vida. Es una banalización de la existencia humana que a mí, personalmente, me resulta fascinante el hecho de que un animal tan insignificante como el ser humano, sea capaz de tener la sensibilidad de crear obras tan maravillosas como el Réquiem* de Mozart*, o El Laoconte*, pero matáis sin sensibilidad ninguna. Bum, y muertos millones de humanos. ¿La gente como tú no puede pensar si acaso que tal vez entre todos esos cadáveres putrefactos que han yacido a manos de bombas en Siria o Irak pueda estar el próximo mesías? –Su mano cae sobre la mía en su muslo–. Estás temblando… ¿Mis palabras te hacen efecto?

–Claro que sí. –Digo, intentando controlar mi voz–. No soy de piedra. 

–Quién lo diría… –Suspira y se acomoda mejor sobre mí. Yo le abrazo mejor con mi brazo alrededor de su cintura y él roza su nariz con mi mandíbula. 

–Sigue hablando. 

–No te estoy diciendo nada que no sepas. –Me advierte–. Pero oírlo, duele. ¿Verdad?

–Sí. –Suspiro–. Quiero saber más. –Le digo girando mi rostro a él y me sorprende su sonrisa ladina de sus labios rosados. 

–Estas pecando de curioso…

–¿La curiosidad es un pecado?

–Eso me temo. –Dice, triste–. El más peligroso de todos…

–Pues, perdóneme Satán, porque he pecado y voy a pecar de curiosidad…

–Eso me gusta como suena. –Dice relamiéndose los labios y removiéndose en mí regazo, excitado–. ¿Qué más quiere saber, padre? ¿Pecados de lujuria? Esos siempre son los más deliciosos. 

–No. 

–¿Entonces? –Me pregunta y yo vuelvo a mirar al exterior. 

–Mentiras. ¿Quién miente?

–Miente todo el mundo. Tú mientes, yo miento, todos mentimos…

–Entonces, pecados de vanidad…

–Qué aburrido eres. –Murmura él abrazándome con sus dos brazos alrededor de mi cuello y tumbándose sobre mi pecho. 

–¿Qué puedes contarme, en ese caso?

–Vente conmigo… 

–¿Qué? –Le pregunto confuso y él entrecierra los ojos, mirándome con picardía. 

–Vente conmigo. A vivir aventuras por el mundo. 

–Vaya propuesta. Tú mismo lo has dicho, me gusta mi zona de confort. 

–Yo puedo prometerte las mujeres más hermosas…

–Me prometiste que esto no iba a ser como en Fausto. –Él se encoge de hombros–. Me estás intentando convencer. Me estás manipulando. –Digo quitándomelo de encima y poniéndome en pie. Él se queda levemente turbado con mi gesto pero me mira con una expresión divertida y yo me quedo de pie en medio de la celda, nervioso por sus palabras. Excitado por la emoción de sus gestos y terriblemente aterrorizado por sus intenciones para conmigo.

–Te dije que eso es lo que hago. –Se encoge de hombros de nuevo y se queda mirando alrededor, con una expresión desinteresada de todo punto pasa por mi lado lanzándome una sonrisa pícara y se deja caer en la cama mientras tira de una patada de la Biblia que estaba ahí al suelo. Lo hace sin la menor preocupación y yo me siento en la butaca a la otra punta del cuarto. Cuando me desplomo sobre ella, el olor a vainilla me asfixia hasta el punto en que me hace cerrar los ojos y desplomar mi cabeza sobre el respaldo. Cuando me incorporo de nuevo le encuentro tumbado de lado en mi cama apoyando su cabeza en una mano con el codo sobre el almohadón. 

–Tendría que estar en la biblioteca. –Le digo preocupado, angustiado–. Tengo que mirar unos libros…

–¿Y?

–Vendrán a buscarme. No es normal que estemos en nuestras celdas a estas horas… solo las usamos para dormir y estudiar. Y aun así, muchos estudian en la biblioteca…

–Vete. –Me dice, señalándome la puerta pero yo no puedo irme y me quedo quieto, mirándole. Él me devuelve la mirada, tranquilo–. ¿No vas a irte?

–No, hasta que no me digas lo que quieres de mí. 

–No quiero nada, solo jugar contigo. Pensé que era obvio.

–No lo era. –Suspiro y él rueda los ojos.

–Tú tampoco es que parezcas disgustado con esta bonita amistad que se ha creado entre nosotros…

–Eres un manipulador. 

–Sí. –Dice–. El don de la palabra. Es el mejor de los dones. ¿Sabías? Puedes convencer a quien sea de lo que quieras con solo conversar un poco. En una noche he turbado tus pensamientos y por hoy ya he turbado tus emociones. 

–¿Qué será lo siguiente?

–¿Qué quieres que sea?

–Quiero que me dejes en paz. Bastantes problemas tengo. –Le digo acercándome a recoger la Biblia del suelo y la coloco de nuevo en su sitio en la estantería. Cuando me vuelvo a él, está boca arriba mirando hacia el techo. 

–¿Cuántos libros van ya?

–¿Qué? –Le pregunto. 

–¿Cuántos te han requisado este año?

–Tres. –Suspiro y él sonríe mirando a ninguna parte. 

–¿Cuáles?

–“La evolución de las especies*, de Darwin*. El manifiesto comunista* de Marx* y…

–Y Fausto. –Dice divertido y me mira de reojo para comenzar a reír a carcajadas. 

–Sí. 

–¿Y a ti te parece normal? Escondiendo libros debajo del colchón como si fuesen ahorros de toda la vida. Creando un doble fondo del los cajones del escritorio, levantando tablones del suelo, como si escondieses alijos de droga…

–No. –Digo, arrepentido–. Pero si no, me los quitan…

–Escondes los libros como si fueses una rata. Cada vez que sales del convento te aventuras a comprar libros en librerías, te los escondes debajo de la sotana y rápido los ocultas en el cuarto. Te pasas dos noches leyendo y el resto sin pegar ojo porque te los quiten…

–Lo siento… –Bajo el rostro. 

–¿Cuántas cenas te han quitado por eso?

–Al principio era solo una. Pero este último año me han dejado semanas sin cenar…

–Como a un niño pequeño. –Me mira con una expresión asqueada–. Me das asco… –Yo suspiro y él me sonríe–. Conmigo no tendrías que esconder ningún libro. Podrías leer todo lo que quisieses cuando quisieses y donde quisieras…

–¿De verdad? –Le pregunto y mi interés le hace sonreír como si supiera que acaba de golpear mi parte sensible. 

–¡Por supuesto! –Se pone en pie de un salto y camina a grandes zancadas hasta llegar a mí. De pie es considerablemente más bajo pero se pone de puntillas y sujeta mis mejillas con sus dos manos. Su expresión nunca me había parecido tan dulce y sus manos están suaves y calientes sobre mis mejillas. Huelen a vainilla…

–Es… es mentira…

–¡Claro que no lo es! –Dice apretando mis mejillas hasta hacer un puchero sobre mis labios. Su excitación me hace temblar y cuando sus ojos recaen en mis labios haciendo ese puchero  sonríe de forma divertida y en la puerta suenan un par de golpes. Yo me llevo el mayor susto posible que jamás haya podido sentir en mi cuerpo y la puerta se abre segundos después al mismo tiempo que Narciso me quita las manos sobre las mejillas y se queda a mi lado, estático, mirando directo a la puerta con más curiosidad que enfado o confusión. 

–¡Jaime! –Oigo la voz de mi superior mirándome con extrañeza mientras que mira alrededor.

–¡Padre José! –Le digo mientras miro directo a Narciso y este se muestra completamente absorto de la situación. Miro al padre con la misma expresión asustada pero él solo tiene ojos para mí y para el ramo de lavanda sobre el escritorio. No lo ve. No puede verlo. La idea de que eso sea cierto me hace sentir más aliviado, pero al mismo tiempo me provoca una sensación de angustia que no había imaginado, dado que eso confirmaría que esto o bien es un delirio de mi mente, o tal vez sea cierto. 

–Te estaba buscando. –Me dice él, deshaciéndose de su desazón–. Ya veo que las has visto. ¿Son de tus padres?

–Sí. –Le digo no muy seguro mientras que Narciso se mueve libre por la habitación y se sienta en la silla del escritorio, apoyando el brazo en el respaldo y la babilla sobre este. 

–Es un regalo hermoso. Espero que seas gentil y lo compartas con tus hermanos y hermanas. Así todas las celdas podrán tener parte de ese dulce aroma a lavanda. –Me dice con una sonrisa amable y yo asiento, conforme. 

–¿Pero qué dice este? –Pregunta narciso con una expresión enfadada. Evito mirarle–. ¡Ni se te ocurra! Te lo he traído a ti y solo a ti. Haré que se marchite si osas compartirlo con el resto. –Me dice y yo trago en seco mientras que el padre José vuelve a hablarme. 

–Te esperaba encontrar a esta hora en la biblioteca. ¿Por qué no estás allí?

–Estaba disfrutando de estas flores, padre, y se me ha ido el santo al cielo. Perdóneme. 

–No hay nada que perdonarte. –Dice, con una sonrisa–. Está bien detenerse de vez en cuando a valorar la valiosa obra de nuestro señor…

–Por supuesto. –Digo y Narciso suelta una risa nasal. 

–Sí, sí, obra del señor… 

–¿Vamos? –Me dice, el padre, señalando al pasillo–. Te acompaño a la biblioteca. 

–Gracias padre. –Le digo saliendo a prisa por la puerta mientras que cierro detrás de mí echándole una última mirada a narciso que se me queda mirando con una expresión entre triste y turbada. 

–No te olvides de lo que te he dicho. –Me dice, sin sonrisa y sin esa dulce expresión. Está enfadado–. La palabra es muy peligrosa. Ten cuidado de a quién escuchas… 

 

 

Me doy media vuelta en la cama. Las sábanas rozan mi piel desnuda y la sensación me hace sentir inquieto pero al mismo tiempo levemente aturdido. No consigo conciliar bien el suelo y entre cabezada y cabezada me llega un vahído en el que me encuentro sudoroso y aturdido. Me siento febril a ratos, y otros con un frío que me hiela la sangre. De vez en cuando mis manos tiemblan y mi cuerpo se recoge en una bola debajo de las mantas. Fuera no hace frio pero repentinamente en el interior de la habitación una ráfaga de aire congelado me ha helado los huesos. Me siento como en un pequeño congelador y gracias a la azulada luz que entra desde el exterior puedo ver cómo de entre mis labios sale un blanquecino vaho que se queda frente a mis ojos y se disipa con los segundos. Vuelvo a hacerlo, y esto me hace sentir terriblemente aturdido. Estamos en mayo. 

Me giro de nuevo sobre la cama y me acurruco nuevamente. La sensación de las sábanas frías contra mi piel ha dejado de ser reconfortante. Me paso una mano por la frente y la encuentro perlada de sudor. Me siento desorientado, cansado. Tiro de las sábanas para arroparme mejor pero un peso sobre ellas me lo impide. Vuelvo a tirar de nuevo y miro la causa de que estas estén sujetas a algo pero la imagen de un cuerpo sentado sobre mi cama, justo en el hueco de mis piernas flexionadas, me hace dar un tremendo respingo como si acabase de levantarme de una terrible pesadilla, de la más agónica experiencia nocturna. La diferencia es que cuando me yergo, él no ha desaparecido, sigue con el rostro vuelto a mí y con esa expresión divertida pero al mismo tiempo pensativa. 

–Eres una pesadilla. –Le digo mientras paso el dorso de mi mano de nuevo por mi frente para volver a recoger las perlas de sudor que se han formado allí y tiro mi cabeza hacia atrás, soltando un largo suspiro. Él suelta una risa divertido y yo vuelvo a tumbarme con la cabeza sobre el almohadón, sintiendo este levemente humedecido por mi sudor febril–. Realmente creo que estoy delirando. Eres realmente una pesadilla. 

–Pues despierta. –Me dice divertido pero yo no le veo la gracia y cuando vuelvo a mirarle, sigue ahí, vuelto el rostro hacia mí y con una sonrisa infantil. Ojos juguetones, las piernas pegadas al pecho y los brazos rodeando estas. Su barbilla se apoya sobre sus rodillas y me mira con una expresión expectante. 

–No puedo despertar. –Digo, triste. 

–Claro que puedes, solo tienes que desear hacerlo. Despierta de esta realidad y sal de aquí. Sal de esta mierda de vida que llevas. 

–No seas metafórico a las tres de la mañana. –le digo bajando el tono de voz, preocupado porque en el resto de celdas puedan oírnos–. Desaparece de mi vida por favor… –le pido pero no está dispuesto a hacerlo. 

–Ya sabes cómo va a acabar esto. ¿Verdad?

–¿No vas a desaparecer de mi vida hasta que no salga de este convento?

–No. Cuando salgas es cuando me verás diariamente. Cada vez que comas lo que quieras, cada vez que te gires para mirarle el trasero a un chico delicioso, cada vez que te masturbes, cada vez que desobedezcas tus obligaciones para divertirte, cada vez que leas tus valiosos libros, cada vez que apuestes por tu felicidad…

–Deberías respetar el estilo de vida que he escogido. –Le digo, frunciendo el ceño y tiro un poco de la sábana para arroparme mejor en el momento en que soy consciente de que estoy en ropa interior. Su peso me lo prohíbe. 

–¿No crees que si realmente quisieras este estilo de vida no desaprovecharía mi tiempo contigo? Yo respeto a todas las personas. A los que les gustan las personas de sus mismo sexo, a los  que les gusta comer ranas, a los que se suicidan y a los que matan. Cada uno tiene sus aficiones. –Dice encogiéndose de hombres–. No me creerás, pero respeto las creencias humanas como el que más. Respeto que si a alguien le gusta flagelarse, tatuarse, o pasar hambre, lo haga. Cada uno se mata como quiere. –Vuelve a encogerse de hombros–. Pero no puedo respetar que alguien con tantas ganas por vivir como tú se quede aquí, de brazos cruzados, por un sentimiento de cobardía. 

–No soy un cobarde. 

–Ya claro… –Dice rodando los ojos, gesto que me provoca una profunda ofensa–. Tolero incluso a los mentirosos. Por eso estoy contigo… –Dice divertido y yo cierro los ojos suspirando largamente. Me prometo que cuando los abra él habrá desaparecido y todo habrá sido fruto de una pesadilla cruel pero demasiado realista. Cuando abro los ojos él me devuelve una mirada enfadada y herida–. Sigo aquí. –Suspira–. No me he ido a ningún lado. 

–Lo siento. –Me disculpo en un susurro al recordar que puede oír mis pensamientos. 

–No te disculpes. –Dice, pero no cambia su rostro enfadado. 

–El otro día estuve en una librería. –Le digo como si le contase la historia más interesante del mundo y él reacciona como tal. Levanta la barbilla de sus rodillas y se inclina hacia mí, divertido. 

–¿De veras?

–Sí. –Digo, sonriendo–. Estábamos repartiendo octavillas ya que pronto es el santo de nuestro patrón. A lo lejos, cerca de la plaza, vi una librería nueva. La han abierto hace poco porque nunca antes la había visto. Me desvié un poco de mi grupo y me escabullí dentro. –Él asiente, escuchando atentamente. Me siento terriblemente emocionado por la cantidad de atención que me presta. Me hace sentir excitado y necesitado de su atención, mucho más de lo que me imaginaba. Antes de darme cuenta, no puedo parar de hablar–. Casi me da un vuelco al corazón cuando entré. 

–¿Por qué?

–Era una librería de libros sobre religión, metafísica, filosofía y teología. –Digo, pero él sigue expectante–. Se llamaba “Librería La estrella inversa”. No solo había libros de religión católica y budismo, y libros de Kant y Descartes. –Comienzo a susurrar más aún–. Había libros satánicos y un montón de cosas así. 

–¿¡No me digas!? –Exclama y yo asiento, divertido.

–No sabes las ganas que tuve de comprarme La biblia satánica de Anton Szandor LaVey*.

–¡Cuidado curilla! No corras tan rápido. –Me dice asustado por mis palabras–. Tu curiosidad acabará matándote. –De repente se parte de risa y se golpea el vientre–. Me habría encantado ver la cara del dependiente al ver que un cura compra ese libro. Seguro que se hubiera pensado que lo comprabas para quemarlo o algo. –Sigue riendo y yo contengo la risa. 

–No me quise arriesgar. Una cosa es que me pillen con un libro de Nietzsche y otra que me pillen con libros satánicos. Creo que me crucificarían a mí. Quitarían al Cristo de la cruz para colgarme a mí. –Digo y él sigue riendo. El sonido de su risa es la más dulce melodía que he escuchado jamás. Cuanto más ríe, más quiero hacerle reír pues su risa es como una droga que entra directa por mis oídos y se instala en la sangre en mis venas, como una dulce cocaína. 

–Lo siguiente será sacrificar una vaca en medio de una misa. –Dice riendo y yo río con él. 

–Una vaca no, un cordero…

–¡No! –Dice, repentinamente herido–. Un cordero no. –Hace un terrible puchero infantil–. Los corderos son muy bonitos. Nunca mates ninguno. –Dice triste y yo sonrío pero me contagio de su infantil expresión, con lo que él acaba sonriendo conmigo por mi expresión y suelta un largo suspiro–. Es la primera vez que te veo como realmente eres. ¿Sabes?

–Siempre he sido yo…

–No. Es la primera vez que te veo riéndote de esta forma. –Dice–. Acabas de quitarte el disfraz. Ya no tienes un disfraz. –Dice. 

–Ya no tengo ni ropa. –Digo mirándome por debajo de la sábana y él se siente emocionado y coge un poco de la sábana a su lado e intenta mirar debajo, pero yo me encojo más en mí mismo y tiro de las sábanas en su mano–. ¡Eh! 

–Es verdad… –Dice, entusiasmado–. No tienes ropa…

–¿No querrás que duerma con la sotana?

–No. Pero con un pijama, al menos. 

–Con ropa interior es suficiente. –Cuando quiero darme cuenta, ya no tengo fiebre ni tampoco me sale vaho de entre los labios. Sigue haciendo un poco de frío, el suficiente como para taparme con una manta más, pero ya no me siento como si estuviese dentro de un congelador. 

–Sigue hablándome. –Me pide, con ojos brillantes y atentos. Son muy oscuros, pero hermosos y titilantes. También lo son sus mejillas, sonrosadas y brillantes–. Me gusta cuando me sonríes. 

–No sé qué decirte. –Le digo a lo que él se sienta un poco más cerca de mí y yo me relajo con la cabeza en el almohadón. 

–¿Qué más libros vistes allí?

–Tampoco pude ver más. Me escabullí unos segundos. Vi mucho sobre Nietzsche y también algo de Marx... Los versos satánicos de Salman Rushdie*… ¡ah! Y La Mirada diabólica de José Cadaveria*. 

–¡Hum! Ese no está nada mal. –Dice pensativo y yo le sonrío con picardía 

–¿Conoces esos libros?

–Conozco todos los libros del mundo. –Dice, orgulloso. 

–¿Ah sí?

–Claro. –Dice, inclinándose hacia mí. 

–¿Y cuál es tu favorito?

–No te lo voy a decir. 

–Estirado. –Le digo a lo que él abre sus ojos ofendido y se inclina hasta apoyarse con un codo sobre la almohada a mi lado y con su mano se apoya en la mejilla. 

–Y tú un snob

–Seguro que también conoces todas las canciones del mundo, todos los poemas, todas las películas, todos los lienzos a oleo y todas las esculturas. 

–Sí. –Dice, orgulloso–. ¿Dios puede saberlo todo y yo no?

–No sois equivalentes. Tú eres su creación y él es tu creador. 

–Eso no significa que no tengamos las mismas capacidades. 

–Sin duda no tenéis la misma capacidad de persuasión. –Le digo y él sonríe ladino. Nos miramos los dos, el uno frente al otro en este silencio extraño y es esta extrañeza la que nos hace reír de repente, sin venir a cuento. Ambos reímos y él ríe conmigo. Pensé que no había nada más dulce que su risa, pero me equivocaba. Es el sonido de ambas risas, las nuestras, al unísono. Cuando la risa se desvanece, él habla con esa sensación de cansancio que le ha proporcionado el reír. 

–Las odas de Horacio*. –Dice, y ante mi mirada de desconcierto él se explica–. Mi libro favorito. En realidad no es un libro y tampoco tengo uno favorito. Después de haber leído tanto, después de tantos años, es difícil inclinarte hacia solo un lado. Pero siempre es lo que me viene a la mente cuando pienso en literatura. Horacio. 

–He leído algo sobre él, pero no mucho. 

–Tiene algunas odas preciosas. –Dice, soñador. 

 

Me huyes, oh Cloe, igual que el cervatillo
que por monte fragoso
a su asustada madre va buscando
con miedo de la selva y de sus brisas.


Espántase si agita en la maleza
las leves hojas, juguetón, el viento;
y si el verde lagarto,
entre zarzas oculto, las remueve,
el corazón del cervatillo tiembla
y tiemblan sus rodillas...

mas yo, Cloe, tratarte no pretendo
como tigre cruel o león Libio.
Deja, pues, a tu madre;
que ya en sazón estás para un esposo.

 

 

Su voz es melosa, su mirada es excítante, penetrante. Me siento terriblemente acobardado pero al mismo tiempo, muy emocionado. Me revuelvo interiormente. Dentro de mí quiero soltar un grito de victoria, en una interpretación de mi mejor actuación de un canto a la alegría de vivir, a la ilusión de oír su voz. Él me mira sonriente con esa malvada, diabólica expresión ladina, pero yo la imito y él no se acobarda. 

–¿Por qué te gusta?

–Porque sus versos, aunque concisos, son perfectos. No necesitan adornos ni nada. Tu mente es capaz de imaginar todo con solo esas dos palabras. Pero tienen que ser las dos palabras perfectas, que encajen a la perfección. Eso es lo que siento. 

–¿Y tu composición favorita? No me digas nada de música moderna, porque no entiendo…

–Me gusta la música rusa. –Dice, entusiasmado–. Tchaikovski. Es fuerte, poderoso, pero también puede ser sutil e infantil. 

–¿Y tu obra de arte favorita?

–Tú. –Dice y me quedo levemente aturdido mientras que él pasa una de sus manos por mis mechones retirándolos de mi frente. 

–¿Yo?

–Sí, la mejor obra de arte que Dios ha creado. –Con sus dedos pasa su tacto a través de mis mejillas y seguro que estas se enrojecen. Su tacto es algo más que un roce, es un ligero rubor. Es calor. 

–Estás caliente… –Le digo y sorprendido, en un susurro apenas audible y él me mira sorprendido, más confuso que divertido. 

–¿Tienes frío? –Me pregunta mientras me mira a lo largo de la cama y yo asiento un poco cohibido. Cuando él agarra el borde de la sábana con intención de quitármela, yo la agarro con fuerza y me tenso al instante. Él me devuelve una mirada compasiva, una expresión serena y una sonrisa amable–. Ven… –Murmura mientras sujeta la sábana y se deshace de mi agarre sobre esta. Se mete dentro de la cama conmigo, se acurruca en el interior de las sabanas y pasa uno de sus brazos por mi cintura. La sensación de su cuerpo apegado al mío es algo muy violento, es algo extraño muy vertiginoso. Ya no por quien es él, ni por quién soy yo, sino porque es un hombre a mi lado en mi cama y yo estoy tan solo en ropa interior. La cabeza me da vueltas y él lo sabe. Él sabe todo lo que me pasa por la mente, pero no puedo evitar sentirme terriblemente confuso. Sin embargo, el calor de su cuerpo me hace sentir reconfortado y animado a deshacerme del contacto–. ¿Mejor?

–Mejor. –Le digo. 

–El frío ha sido culpa mía. –Dice, en un susurro–. A veces pasa. –Se encoge de hombros mientras que se acurruca mejor y coloca su rostro justo frente al mío. Más de una vez su nariz ha rozado con la mía y yo he dado un ligero respingo. 

–Siento haberte llamado pesadilla. –Le digo y él sonríe amablemente. 

–No tienes que disculparte. Sé que soy una pesadilla. Soy solo un mal sueño del que todo el mundo huye y pocos se atreven a afrontar que estaré en cada aspecto de su día a día porque realmente desean vivir en esta terrible pesadilla que es la vida real. 

–No digas eso…

–Es cierto. Todo el mundo me odia. Todo el mundo me achaca las culpas de todo. Soy la perfecta excusa de los creyentes para justificar la guerra, el hambre, el dolor, la debilidad, el pecado… en vez de hacerse cargo cada cual de su responsabilidad para con la vida, prefieren deshacerse de su culpa y pasármela toda a mí. 

–Tú no tienes culpa de las guerras… ni del hambre…

–¿Seguro? Ni yo estoy seguro ya. –Dice negando con el rostro mientras me muestra una expresión de suma tristeza–. Cuando toda la vida te llaman de una forma, o te culpan de algo, por muy fuerte que seas, acabas creyéndotelo. 

–La culpa de las guerras es de los políticos y los dictadores que se creen dueños de vidas ajenas y matan indiscriminadamente con tal de conseguir terreno, dinero, y beneficios…

–¿Y quién les mete esas ideas en la cabeza? ¿Quién les susurra al oído esos impulsos asesinos?

–Sus padres. –Digo, serio–. La escuela, los libros, la religión. Todo el ambiente en que se crie una persona influye en cómo ésta sea de mayor…

–¿Y yo no formo parte de ello? –Me pregunta. 

–Tienes tanta culpa como yo. –Digo serio pero él me mira triste. Su tristeza se me clava en el pecho como un puñal de plomo que comienza a infectarse desde dentro. 

–¿Crees que la guerra es necesaria? Yo a veces lo pienso. –Reconoce triste–. Pero no pienses que hablo de la selección natural ni la ley del más fuerte. Solo creo que la sociedad, el ser humano, necesita de vez en cuando ese arranque de ira, para poder entrar después en un estado de sosiego y calma. Yo a veces también tengo impulsos de ira, pero también momentos de paz…

–Pero morir por un impulso…

–Mueren por culpa de su propia naturaleza. –Sentencia–. Eso es natural…

–La guerra no es natural…

–No has tenido que ver, como yo, como los humanos os matáis durante décadas, durante siglos. Desde que sois humanos lucháis entre vosotros, por presas, por dinero, por mujeres. No os importa nada más que vuestro objetivo y eso es natural, es algo propio de los animales. Es cierto que la inteligencia os ha dotado de armas que crean mucho más daño y destrucción, pero es el precio de vuestros conocimientos. No podéis pretender llegar a la luna y no ser capaces de matar a millones de un plumazo. 

–La ciencia y la inteligencia sólo se deberían focalizar para el bien.

–Pero el problema está en lo que cada persona considere que está bien. Mientras que uno considere el bien no invadir terrenos, el otro se muere de hambre y necesita más terreno de plantación. –Se encoge de trombos y niega con el rostro–. No discutamos de esto. No me rebatas mis argumentos, sabes tan bien como yo que llevo la razón y no me la puedes quitar por mucho que insistas. 

Ante su repentino tono agresivo yo hago un puchero y me acurruco en la línea de su cuello mientras que él suelta una risa divertida por mi gesto. Su mano comienza a acariciar mi pelo en mi nuca, y poco a poco asciende hasta mi coronilla. 

–Hueles a coco. 

–¿Te gusta? –Me pregunta y yo asiento con el rostro escondido en su cuello. 

–¿No debería creer en dios?

–Esa no es la pregunta. La pregunta es, ¿deberías seguir sus leyes? Eres un humano independiente, tienes inteligencia y talento. Deberías poder decidir por ti lo que te conviene, lo que deseas hacer con tu vida y quedarte con ello que te haga feliz. 

–Feliz… –Digo pensativo mientras él sigue acariciando mis cabellos–. Nada me hace feliz. Jurarle a Dios mi fidelidad me hace sentir un mentiroso, escabullirme de aquí me hace sentir como un traidor, y esconderme entre las estanterías de librerías de la ciudad me hace sentir sucio y perseguido. 

–¿Qué es lo que deseas?

–Desearía poder ser feliz, pero no logro alcanzar la felicidad. Nada me dice que si salgo de aquí seré feliz. 

–Pero aquí dentro tampoco lo eres, así que no pierdes nada arriesgándote a salir.

–Déjame. –Le digo sintiéndome culpable, pues sus palabras me hacen querer arriesgar como si de un juego se tratase y me abrazo más a él mientras que él se deja hacer con una sonrisa en sus labios–. No es justo. –Digo, triste–. Yo debería poder leer lo que quisiera y tener libertad para creer en lo que creyese conveniente. 

–No vivimos en un mundo en donde creer sea voluntario. –Dice, tranquilo–. Muchas personas creen en algo porque se les ha dicho que deben hacerlo y no han conocido nada más. Muchos hombres no creen en nada porque se les ha dicho que no hay nada. El problema viene cuando estudiamos, cuando leemos, cuando nos informamos. Entonces dejamos de creer incluso en la no existencia. Es estúpido y extraño, pero es así. –Dice, pensativo–. Cuántos humanos han perdido la cabeza intentando averiguar si realmente hay un ente superior que nos vigila. Si se llama Dios, Alalá… Muchos hombres se han roto los sesos demostrando que no hay nada solo por simple cabezonería y cuántos realmente tenían razón y no han querido decir una sola palabra sobre ello…

–Pero, sí tú estás aquí entonces existes. Y si existes es porque Dios te ha creado, y por lo tanto, Dios existe. El dios de los cristianos…

–¿Eso crees? –Me pregunta mientras levanta una de sus cejas y yo le miro curioso. 

–¿No es cierto?

–Tal vez. O tal vez no. Tú has decidido creer en lo que tus sentidos te comunican, pero, ¿realmente estoy aquí cuando nadie más puede verme? A lo mejor soy solo un delirio de una esquizofrenia que comienza a manifestarse en ti. Si fueras un creyente de la razón, no me creerías verdadero y habrías salido corriendo a un hospital, porque en tus creencias no se encuentra el hecho de que puedas ver demonios aparecer y desaparecer como si nada. Si fueras un ferviente creyente de la fe católica, rápido habrías salido corriendo a confesarte…

–Me estás haciendo sentir aturdido. –Le reconozco con voz apenada pero él se encoge de hombros, desembarazándose de toda responsabilidad de mis emociones. 

–Yo no tengo la culpa de tu estado. Son tus sentidos los que te aturden. 

–¿Cuál es la fe verdadera? Si no puedo fiarme de mis sentidos, ni la razón va a darme la respuesta…

–¿Debe haber una fe verdadera? ¿Acaso existe la verdad? ¿Todos vemos lo mismo aunque tengamos diferentes puntos de vista? Jamás. Alguien puede estar viendo como una mujer asesina a su marido, otro puede estar viendo como esta lucha por su vida y en un último aliento de vida se libra de la pesada carga de un maltratador que ha estado a punto de asesinarla… –Se encoge de hombros. 

–¿Entonces?

–La felicidad no debes hallarla en buscar la verdad. Pues entonces, no hallarás jamás felicidad alguna. 

–¿Dónde debo hallar la felicidad entonces?

–Creí que te lo había dejado claro. En el completo disfrute de tus sentidos, de tus emociones, de tus necesidades. Si tienes hambre, deberías comer, si quieres sexo, solo hazlo. No debes avergonzarte de tus debilidades ni de tus deseos, por muy impuros estos que sean. Debes explotarlos. Si quieres llorar, llora hasta quedarte sin lágrimas y si quieres gritar, grita hasta enmudecer. Nadie debe acallarte. Eres un humano que se equivoca, que pierde, que tiene hambre, que tiene sueño, que siente dolor. ¡Y qué maravilloso es el dolor! Pero jamás este debe ser una penitencia ni tampoco una cura de tu sufrimiento. El dolor es humano y es común sentirlo, pero jamás debe ser autoinfligido, pues esto solo es un dogma cristiano: Padecer dolor para pagar nuestros pecados. Los humanos no cometéis pecado alguno, cielo. –Me dice cogiendo con su mano mi barbilla y mirándome con ojos intensos, con una oscuridad tan atrayente que me siento levitar–. No cometéis actos impuros, ni tenéis pensamientos impuros, ni hacéis nada que no esté dentro de vuestra naturaleza. Si quieres algo, simplemente es porque está dentro de vosotros el desearlo. No debes sentirte culpable cada vez que deseas besar a alguien, y menos por ser del sexo contrario. El disfrute del cuerpo debe ser un dogma, y no la flagelación de este. Si deseas comer carne es porque tu cuerpo necesita comer carne, somos carne y necesitamos carne. Si deseas viajar, conocer y aprender, es porque vuestro conocimiento es vuestra arma más poderosa y es vuestro mejor instinto de supervivencia. Si matas, es porque eres un animal de presa. Si haces daño, es porque eres capaz de ello y si Dios te ha dotado de esas cualidades, ¿Por qué culparse de ello?

–Pero matar por placer no está en la naturaleza de ningún otro animal. 

–Eso es porque los humanos sois mucho más morbosos. Habéis hecho de la muerte un tema intelectual, un tema de culto y al mismo tiempo, os vanagloriáis de la muerte. Pero eso no debe ensombrecerte. La muerte es muerte, al fin y al cabo. Si alguien no acaba con tu vida, esta se desvanecerá por sí sola en algún momento. Los humanos pensáis demasiado y al mismo tiempo os importa bien poco lo que el contrario piense. Es fascinante esta dualidad vuestra. Matáis y luego sentís un arrebato de misericordia y arrepentimiento que os doblega hasta mataros. Muerte, más muerte. Solo pensáis en muerte. Y en sexo. 

–Cállate. –Le digo riendo y él sonríe conmigo–. Tus palabras son muy tentadoras, pero la vida real no es así. No somos animales en medio del bosque, ni tampoco entes superiores. Si salgo de este convento tendré que buscarme un trabajo, y con mis estudios pocos empleos veo. Tengo que buscar un piso, pagar alquiler o hipoteca, tengo que vivir el día a día a base del dinero, todo girará en torno al dinero y el disfrute de mis sentidos y emociones quedará relegado a una segunda prioridad. 

–Ese ya no es mi problema. El dios al que hoy en día le brindáis culto los humanos se llama burocracia, y es mucho más poderoso que yo. –Dice con media sonrisa y yo frunzo el ceño. 

–Tus palabras son humo, igual que tus promesas. 

–Mis palabras son fuego. –Dice–. Y son tan ciertas que queman. Pero muy pocos están dispuestos a afrontarlas. 

–Eres un vendedor de humo. 

–Y tú, mi mejor cliente. –Suspira y yo frunzo el ceño. 

–De nada me sirven tus palabras de aliento mientras esté aquí encerrado y siga siendo un humano esclavo del sistema. 

–El sistema no es cosa frágil, pero puedes salir de él en cuanto lo desees. Simplemente tienes que vivir al margen de este abasteciéndote de lo necesario que te proporciona y seguir adelante. 

–Sigues con tus nubes de humo. 

–Y tú las aspiras como si fuesen tabaco. 

–Idiota. –Le murmuro y él entrecierra los ojos por culpa de una sonrisa. 

–Es tarde, deberías dormir. –Me dice apesadumbrado y yo suspiro asintiendo. Entrecierro los ojos y él me abraza con más fuerza, recolocando de nuevo mi rostro en su cuello–. Cuando despiertes, hijo mío, despertarás en un mundo en donde tendrás los ojos abiertos y las manos libres. Ya nunca más serás esclavo de una idea que no te corresponde ni tendrás pensamientos de culpabilidad por unas necesidades tan naturales. Un beso jamás volverá a ser un pecado y la lectura un regalo. 

–¿No volveré a verte? –Le pregunto triste, deshaciéndome de su brazo. 

–Digamos que tus sentidos no me tendrán presente pero estaré ahí siempre que necesites libertad y pasión. –Yo tuerzo mis labios en un gesto de desaprobación–. Comencemos esta nueva vida, con un beso. El primer beso. El beso que seguirá a muchos y a muchas otras experiencias vitales, necesarias, naturales. 

Su sonrisa se torna seriedad y sus ojos se desvían a mirar mis labios. Siento un repentino choque de adrenalina en el momento en que siento como se acerca a mí sin miramientos y yo cierro los ojos como un instinto de disfrutar con mis labios y no con mi mirada este dulce gesto. Apenas es un roce, un simple roce de sus labios contra los míos. Una ligera presión, el sabor dulce de sus labios. Tenía razón, estaba en lo cierto, sus labios saben a fresa. Una dulce fresa con un punto de excitante acidez. La suave textura de sus labios me hace caer en un profundo sueño del que no sé cómo salir, ni cómo regresar. Pero me dejo sumir por él como si me liberase de un gran peso. He perdido el miedo, he perdido toda responsabilidad de mis malos actos y cuando abro los ojos, lo hago pesadamente y sintiendo el cuerpo entumecido. El día ha amanecido y mi cama está vacía. Es de día. Él ha desaparecido.


FIN


–––.–––


*Puerto de Indias: La ginebra (en inglésgin) es un aguardiente derivado del genever o jenever neerlandés. Su graduación alcohólica varía entre 37° y 47°. Se obtiene por destilación de la cebada sin maltear, rectificada con bayas de enebro y aromatizada con cardamomoangélica y otras hierbas que le dan su fragancia y aroma característico.

*Mahou (/maou/) es una empresa cervecera de origen español, fundada en Madrid en el año 1890 como Hijos de Casimiro Mahou, fábrica de hielo y cerveza.1

*La absenta o ajenjo, apodada la Fée Verte ('El hada verde') o también apodada el Diablo Verde, es una bebida alcohólica de ligero sabor anisado, con un fondo amargo de tintes complejos debido a la contribución de las hierbas que contiene, principalmente Artemisia absinthium. Cuando se le añade agua fría y azúcar, la bebida se transforma en la esencia lechosa (louche). Comenzó siendo un elixir en Suiza, pero fue en Francia donde se hizo popular debido a la asociación entre los artistas y escritores que tomaban esta bebida en el Parísde finales del siglo XIX hasta que se prohibió su producción en 1915. La marca más popular durante el siglo XIX fue Pernod Fils hasta su prohibición. Durante la belle époque el nombre se convirtió en sinónimo de la bebida y la marca representó el estándar de calidad de factopor el cual se juzgaba a todas las demás.

*Narciso es el último cuadro de la segunda etapa de Caravaggio, que data de 15971599 y se conserva en Roma. Si bien el mito de Narciso tuvo mucho auge en la literatura italiana, no fue así en la pintura. Es pues, ésta la representación más famosa del vanidoso joven enamorado de sí mismo que muere ahogado, pero es convertido en una flor. El modelo tiene una complexión mediana y es bastante atractivo, lo que reitera el gusto de Caravaggio por la belleza masculina. Aunque si se mira el reflejo, el joven ya no es el mismo, al contrario, es un hombre menos atractivo. Caravaggio emplea una composición sencilla para plasmar el tema, con esas típicas figuras enormes que parecen desbordar los propios límites del marco del cuadro. Esta técnica proporciona una gran cercanía al personaje así como un aspecto espontáneo, como de fotografía, que corta a veces el cuerpo retratado por estar demasiado próximo el espectador. (Técnica: Pintura al oleo. Estilo: Barroco. Tamaño: 110cm x 92cm. Localización: galería Nacional de Arte Antiguo, Roma, Italia.)

*Michelangelo Merisi da Caravaggio (Milán29 de septiembre de 1571Porto Ércole18 de julio de 1610) fue un pintor italianoactivo en RomaNápolesMalta y Sicilia entre 1593 y 1610. Es considerado como el primer gran exponente de la pintura del Barroco.

*TOC: El trastorno obsesivo–compulsivo (TOC) es un trastorno de ansiedad, caracterizado por pensamientos intrusivos, recurrentes y persistentes, que producen inquietud, aprensión, temor o preocupación, y conductas repetitivas denominadas compulsiones, dirigidas a reducir la ansiedad asociada

*Celda: Habitación pequeña y con escaso mobiliario, especialmente en una cárcel o en un convento.

*Fausto, de Johann Wolfgang von Goethe es una obra trágica enteramente dialogada, concebida más para ser leída que para ser representada (al estilo de La Celestina). Fue publicada en dos partes: Faust: der Tragödie erster Teil (Fausto: Primera parte de la tragedia) y Faust: der Tragödie zweiter Teil (Fausto: Segunda parte de la tragedia). Se trata de la obra más famosa de Goethe y está considerada como una de las grandes obras de la literatura universal.

*Johann Wolfgang von Goethe (28 de agosto de 1749–Weimar, 22 de marzo de 1832) fue un poetanovelistadramaturgo y científico alemán, contribuyente fundamental del Romanticismo, movimiento al que influyó profundamente.

*Misántropo: Persona que huye del trato con otras personas o siente gran aversión hacia ellas.

*La Misa de Réquiem en re menorK. 626, es una misa de Wolfgang Amadeus Mozart, basada en los textos latinos para el réquiem, es decir, el acto litúrgico católico celebrado tras el fallecimiento de una persona. Se trata de la decimonovena y última misa escrita por Mozart, que murió en 1791, antes de terminarla. El compositor Franz Xaver Süssmayr, discípulo suyo, la finalizó, y el propio autor, ya enfermo, le dio numerosas indicaciones para hacerlo.

*Johannes Chrysostomus Wolfgangus Theophilus Mozarta​ (Salzburgo27 de enero de 1756Viena5 de diciembre de 1791), más conocido como Wolfgang Amadeus Mozart, fue un compositor y pianista del antiguo Arzobispado de Salzburgo(anteriormente parte del Sacro Imperio Romano Germánico, actualmente parte de Austria), maestro del Clasicismo, considerado como uno de los músicos más influyentes y destacados de la historia.

*El Laocoonte y sus hijos es una de las obras más representativas del período helenístico. Es una copia en mármol del Siglo I d. C. de un original en bronce del Siglo III a. C., hecha por los escultores AtenodoroPolidoro de Rodas y Agesandro, de la escuela de Rodas.

*El origen de las especies —título original en inglésOn the Origin of Species— es un libro de Charles Darwin publicado el 24 de noviembre de 1859, considerado uno de los trabajos precursores de la literatura científica y el fundamento de la teoría de la biología evolutiva.

*Charles Robert Darwin (Shrewsbury12 de febrero de 1809 – Down House19 de abril de 1882) fue un naturalista inglés, reconocido por ser el científico más influyente (y el primero, compartiendo este logro de forma independiente con Alfred Russel Wallace) de los que plantearon la idea de la evolución biológica a través de la selección natural, justificándola en su obra de 1859 El origen de las especies con numerosos ejemplos extraídos de la observación de la naturaleza. Postuló que todas las especies de seres vivos han evolucionado con el tiempo a partir de un antepasado común mediante un proceso denominado selección natural.

*El Manifiesto del Partido Comunista (Manifest der Kommunistischen Partei, por su título en alemán), muchas veces llamado simplemente el Manifiesto comunista, es uno de los tratados políticos más influyentes de la historia, fue una proclama encargada por la Liga de los Comunistas a Karl Marx y Friedrich Engels entre 1847 y 1848, y publicada por primera vez en Londres el 21 de febrero de 1848.

*Karl Heinrich Marx​ (en castellano comúnmente traducido como Carlos MarxTréverisReino de Prusia5 de mayo de 1818LondresInglaterra14 de marzo de 1883) fue un filósofoeconomistasociólogo, periodistaintelectual y militante comunistaprusiano de origen judío.

*Anton Szandor LaVey (nacido Howard Stanton LeveyChicagoIllinois11 de abril de 1930 – San FranciscoCalifornia29 de octubre de 1997) fue un escritor y músico estadounidense, de ascendecia judía, icono dentro del Satanismo y la cultura popularpor ser el fundador de la Iglesia de Satán y también por ser proclamado como el Papa negro. Escribió varios libros, entre ellos la Biblia satánicaThe Satanic WitchThe Devil's Notebook y fundó el sistema filosófico Satanismo LaVeyano, un sistema sintetizado de su comprensión de la naturaleza humana y las ideas de los filósofos que abogaban por el materialismo y el individualismo, por el que no se reivindica ninguna inspiración sobrenatural o teísta.

*Salman RushdieBombay19 de junio de 1947), es un escritor y ensayista indiobritánico, cuyas dos novelas más famosas son Hijos de la medianoche (Midnight's Children) y Los versos satánicos (The Satanic Verses). Su estilo ha sido comparado con el realismo mágico latinoamericano, y la mayor parte de sus obras de ficción están ambientadas en el subcontinente Indio.

*José María M. G. Desarrolló gran interés por los libros, la psicología, y el conocimiento  de  los  “porqués” del animal  más extraño que existe en la tierra: el hombre. Realizó algunos libros digitales para autores del género del terror como Gerardo Bloomerfield  y Barnabas.

*Quinto Horacio Flaco  (Venusia, hoy Venosa, Basilicata, 8 de diciembre de 65 a. C.–Roma, 27 de noviembre de 8 a. C.), fue el principal poeta lírico y satírico en lengua latina. Fue un poeta reflexivo, que expresa aquello que desea con una perfección casi absoluta. Los principales temas que trata en su poesía son el elogio de una vida retirada («beatus ille») y la invitación de gozar de la juventud («carpe diem»), temas retomados posteriormente por poetas españoles como Garcilaso de la Vega y Fray Luis de León. Escribió, además, epístolas (cartas), las últimas de las cuales, dirigida «A los Pisones», es conocida como Arte poética.





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