IDENTIDADES [PARTE III] - Capítulo 43 (Final)

  CAPÍTULO 43


Narrador omnisciente:

La tormenta ha amainado ligeramente. Los truenos han cesado pero la lluvia sigue golpeando duramente el cristal. Es de noche. Una oscura y densa noche que se cuela poco a poco como una tóxica niebla dentro del despacho en el que nos encontramos. Con nuestros ojos fijos en la ventana  podemos ver como algunas farolas alumbran con escasa luz las calles debajo de este edificio. El cristal está ligeramente empañado por el calor del interior en contraste con el frío de fuera pero el propio cristal, empañado de gotitas de agua, no nos deja ver con nitidez lo que se encuentra al otro lado. Tampoco importa. Es una oscura noche, nada más.

Asomados al interior nos dejamos envolver por la luz anaranjada que desprende una lámpara de pie en el interior. El hombre sentado en el escritorio palpa con los dedos la última hoja de un gran taco de folios escritos y arrugados. Esta última página en concreto se ve más sucia, más arrugada. Tiene una letra un tanto temblorosa y las últimas palabras apenas son legibles. No importa, son perfectamente comprensibles a cualquiera que haya leído el resto de cientos de palabras.

Nos aventuramos a mirar el rostro que lee con detenimiento estas últimas letras y con una hierática expresión se queda mirando a la nada del papel en blanco en donde no hay más que pequeños cercos oscuros que una vez fueron humedad. Cercos de humedad de unas saladas lágrimas que han quedado como gesto de una decisión permanente. Un suspiro rompe el silencio de horas. Unas largas horas de lectura que han acabado por hacer olvidar al hombre ahí sentado qué hora es, dónde está e incluso quién es él.

Ese suspiro se queda suspendido en el aire unos segundos y le sigue el cierre de todas las páginas de golpe. Vuelven todas al sobre ensangrentado y este, suspendido un segundo en una de sus manos, se conduce con un firme gesto por el aire a la nada. Cae, cae por su propio peso a la papelera en donde el resto de papeles están agolpados y aplastados por el peso de este fajo. Allí acomodado entre los hierros que conforman el cilindro se sostiene y queda, para siempre, como un objeto más de la misma categoría que sus acompañantes: algo desechable.

Solo oímos la lluvia del exterior. Solo eso y la respiración del hombre que nos acompaña. No hay nada más alrededor que sea reseñable. Ambos se mantienen constantes en su puesto, uno cayendo y otro estático. Con cansancio por largas horas de lectura, el hombre se pasa dos dedos por sus ojos, los aplasta allí frunciendo el ceño y suspira largamente. Este suspiro es extrañamente diferente, ya que mientras que el otro era continuo y firme, este se ha degradado y ha temblado con un temblor impropio de sus gestos. Nos acercamos más a su rostro para ver cómo sus manos siguen el mismo temblor y como respuesta, se pasa los dedos por el cuero cabelludo retirándose el pelo hacia atrás. Eso parece despejarle, pero solo es una máscara de autocompasión, porque mientras vuelve a mirar a la nada sobre su escritorio, retira la mirada al asiento vacío frente a él y regresa a ese estado de temblor que antes ha realizado.

Parece mirarlo todo pero nada en concreto. La forma del respaldo, el tallado de la madera, el recubrimiento de antelina o incluso como hay un par de pequeñas manchas del paso del tiempo por la cantidad de personas que se han sentado sobre ese respaldo. Diríamos que está tan obcecado en ello pero él no ve lo mismo que nosotros. Podemos pensar que tal vez tenga alguna explicación su extraño comportamiento pero nada podemos decir aparte de que se cubre la boca con la palma abierta, cierra fuertemente los ojos y deja escapar una  lágrima que ha permanecido demasiado tiempo aferrada a la posibilidad de salir. Nos alejamos de la escena. Nos dejamos envolver por el ambiente y la oscuridad de la noche. Ese hombre comienza a convulsionar sus hombros pero nosotros no queremos seguir más tiempo presenciando aquello. Salimos por la ventana y el sonido de la lluvia nos envuelve lo suficiente como para dejar de escuchar el llanto apagado de un hombre allí sentado. Distinguimos su figura a través de las gotas que caen por el cristal, emborronada pero aun así distintiva. La luz que sale hacia el exterior, la leve convulsión de sus hombros.

Los folios en la papelera. No podemos juzgar aquello, la decisión es la correcta. Los papeles son la mayor representación de verdad que se ha escrito y pese a ello, ese es lugar de la verdad. La papelera. 

 

FIN



Capítulo 42                       

  Índice de capítulos 


Comentarios

Entradas populares