AMOR ARTIFICIAL [Parte II] (YoonKook) - Capítulo 1
———.———
💬 Gracias por animarte a leer este fanfic.
Comunico aquí que esta es la segunda temporada de dos. (Si quieres seguir
leyendo te aconsejo que leas primero la temporada uno): "Amor
Artificial (YoonKook) [Parte I]"
Si ya leíste la primera parte, espero
que te haya gustado y estés preparado para una nueva temporada. Disfruta.
———.———
CAPÍTULO 1
Yoongi
POV:
Viernes
01 – 02 – 2018
Dos
meses y medio después de que Jeon Jungkook fuese detenido y trasladado al
hospital central de Seúl. Dos meses desde que Jeon Jungkook fuese instalado en
la prisión al norte de Seúl.
Ala
de máxima seguridad. Presos peligrosos.
Sala
de espera.
Hay un reloj sobre mi cabeza. Es en lo único en que intento concentrar toda mi atención. A su sonido y la metódica forma que tiene de no deber detenerse. Cuento con mi mente cada uno de los segundos hasta que llego a sesenta y vuelta a empezar. Ni siquiera sé si estoy siendo exacto en mis cálculos o si mi número sesenta coincide con el del reloj. Estoy seguro que de vez en cuando me detengo, dejando la mente en blanco, y otras, lo hago a causa del paso de uno de los carceleros que deambula por el pasillo. Las paredes pintadas en gris me resultan de lo más melancólicas y sin embargo no preferiría otro color más alegre. Creo que cualquier emoción que no sea el más absoluto tedio podría matarme. Estoy casi seguro de ello.
Estoy sentado en una horrible y endeble silla de plástico con una estructura de metal que la une al resto de sillas alrededor, a cada uno de mis lados. Todas, apoyadas en esta pared, vacías excepto la mía. Con mi pie comienzo a seguir el ritmo del reloj, con leves golpecitos del talón sobre las baldosas del suelo. Uno, dos, tres… cuando llego a veinte he perdido la cuenta y me obligo a empezar de nuevo, temeroso de que un nuevo pensamiento aborde mis recuerdos. Miro en dirección al reloj volviendo y retorciendo la cabeza para situarlo a dos metros por encima de mí.
16: 34
Con ese dato en mente comienzo a cavilar en la posibilidad de que sea una hora imprecisa. Me levanto la manga de mi jersey, gris como toda la estancia, y descubro mi pequeño reloj analógico, cuyo resultado es muy similar al que he observado segundos antes. Esta afirmación me pone los pelos de punta. Me siento ansioso, y no puedo permitirme ese lujo. Esa ansiedad. Para evitarla, y como gesto casi mecánico me llevo la yema de los dedos al bolsillo de mi abrigo, colocado de forma lateral sobre mi regazo. Palpo con un gran suspiro el interior a través de la propia tela, buscando el relieve, y cuando lo encuentro dejo escapar un gran suspiro de alivio. Trago en seco y me recoloco mejor el abrigo sobre el regazo mientras mi pierna sigue moviéndose al ritmo de los segundos. Seguro que ya se ha desacompasado. Ya no sigo el mismo tiempo, pero no me importa, para mí ese gesto mecánico me supone una escapatoria.
Sobre el abrigo en mi regazo porto también una carpeta de color marrón. Un color más bien oscuro, con cuerdas de goma a cada una de las dos esquinas laterales, de un color también marrón. Más claro. Casi beige. Sin embargo no puedo asegurar que el color que veo es el indicado, el correcto, pues cuando levanto la mirada todo me parece tan apagado e insulso, tan triste y meditabundo que incluso este marrón oscurecido es una nota de brillante color dentro del escenario. Un nombre decora la carpeta en color negro. Un nombre. Su nombre. Procuro no mirarlo directamente. Ya sé que está ahí, de mi puño y letra, pero la mera imagen de ese nombre me hace sentir una asfixia de la que soy tan solo víctima. Con uno de mis dedos he comenzado a juguetear con una de las cuerdas de goma de la carpeta. La palpo como si de un instrumento se tratase y al soltarla crea el sonido de un pequeño chasquido contra el cartón de la carpeta que me resulta entretenido. Cualquier cosa es entretenida. Cualquier cosa es liberadora excepto pensar.
Cuando alzo la vista miro directo al pequeño cuarto que hay delante de mí, abierto por una vitrina, que me muestra a un hombre amarrado con la mano al teléfono que descansa sobre el escritorio a su lado. La vitrina está cerrada excepto por una serie de agujeros abiertos en el cristal a la altura del rostro del hombre. Va vestido con un uniforme de carcelero, pero no tiene esa expresión tan ruda o deshumanizada que se me han mostrado siempre en películas o series de televisión. Sofríe mientras contesta a algo al otro lado del teléfono y descansa en una postura relajada en su silla. Con su mano libre está apuntando algo en una libreta. No logro ver lo que es, pero tampoco creo que tenga nada que ver con lo que esté hablando por teléfono. Garabatea algo sin sentido, y eso parece ser suficiente entretenimiento. Cuando miro más detenidamente no es un mero papel, está escribiendo algo sobre una revista de pasatiempos y sopas de letras. El médico me recomendó hacer cosas como esas, y yo mismo sabía que podría ayudarme, pero no consigo enfocar mi atención por más de cinco minutos en algo concreto sin que me cause un tremendo dolor de cabeza.
No han pasado dos minutos desde que he enfocado mi vista en el hombre al otro lado de la vitrina cuando del fondo del pasillo a mi derecha aparece un hombre cuyo rostro ya he visto antes. El director de la cárcel. Estoy a punto de ponerme en pie pensando que viene a buscarme a mí, pero me mantengo en mi sitio esperando a que sea él el que primero se dirija a mí. Nada más entrar aquí hace media hora él fue quien me recibió al dar mi nombre en la entrada. Alentado por mi iniciativa y compadecido por los sucesos acontecidos ha accedido a prestarme su ayuda.
El director pasa por mi lado lanzándome una mirada amable y un saludo como queriendo decirme “En unos minutos estaré con usted”, y yo asiento con una sonrisa amable. La mejor sonrisa que me sale y con el mejor esfuerzo invertido. Él se dirige con una sonrisa a la vitrina delante de mí y golpea con sus nudillos el cristal, haciendo que el hombre de seguridad que se encuentra al otro lado dé un leve respingo en la silla y cubra el auricular con su mano, de forma que deje en espera a quien esté al otro lado. Se miran con una mirada inquisitiva y el director le pide algo, que o bien no entiendo y no logo alcanzar a oír bien, pero la respuesta a esa petición del director, el uniformado saca de alguna parte un portapapeles y lo deja sobre la mesa que sirve de separación entre él y el director, partida a la mitad por la pared de cristal. El director se vuelve a mí con una mirada inquisitiva y me hace un gesto para que me acerque. Yo me levanto, dejando en la silla de al lado el abrigo con la carpeta y mi bolso, metiéndome aquel objeto que quedaba oculto en mi abrigo, dentro del bolsillo de mis pantalones. Cuando me acerco a ellos el uniformado del interior de la salita me señala el portafolios que ha pasado por debajo de la cristalera, por un hueco que antes me había pasado inadvertido.
—Debe firmar en el registro de visitas. –Me dice desde dentro. Yo miro directo su rostro. Tiene nacientes arrugas en la comisura de los labios y bolsas debajo de los ojos. Sin embargo, no le conforman una expresión demacrada. Rebosa jovialidad a pesar del ambiente en el que se encuentra. Es como una pequeña luz en medio de la penumbra. Tal vez este hombre esté mucho más medicado que yo.
—Es una mera formalidad. –Le quita importancia el director a mi lado mientras me extiende un bolígrafo. Yo asiento mientras miro las canas nacientes en su sien. Es hombre de alta edad, que está a un par de pasos de arrugarse como una pasa en medio de un cóctel de frutos secos. Sus ropas son tanto o más mediocres que este lugar, pero eso yo no debería juzgarlo.
—Claro. –Les digo mientras miro el registro de visitas. Es un folio impreso con el logotipo de la cárcel y de la policía nacional.
Una tabla se extiende en todo el folio, y en la parte superior de cada columna aparecen los siguientes datos: Paciente. Celda. Día/Hora. Visitante. Nº de identificación. Yo relleno los dos últimos datos incompletos y evito mirar el resto de datos. Me siento tremendamente estúpido al intentar evitar unos caracteres tan banales y sin embrago estoy punto de enfrentarme al representante de ellos.
—¿Quiere recordarme su motivo de tan audaz acto? –Me pregunta el director de la cárcel y yo me muerdo el labio inferior, pensativo en escribir mi número de identificación nacional con acierto.
—Digamos que es mero interés profesional. –Suspiro, no muy convencido de que mi respuesta vaya a satisfacerle, pero acaba encogiéndose de hombros.
—Usted sabrá. –Me dice, deshaciéndose de toda responsabilidad. Cuando suelto el bolígrafo él se hace con el registro de visitas y levanta el primer folio en el que yo he firmado y me extiende un segundo, con una gran retahíla de puntos de advertencias.
—¿Qué es esto? ¿Más formalidades? –Le pregunto receloso pero él exime una gran sonrisa.
—Son solo unas advertencias que estamos obligados a presentarle y a que usted las firme. –Me dice, con aspecto despreocupado—. Cosas como que no nos hacemos cargo de posibles daños morales hacia su persona por parte del paciente y esas banalidades…
—¿Estará atado? –Le pregunto, repentinamente preocupado.
—¡Claro! –Dice el director, y el hombre de seguridad asiente dentro de la cabina, confirmando sus palabras—. ¿Se cree que estamos locos?
—¿Entonces? –Le pregunto.
—Estará inmovilizado, pero podrá hablar… —Yo ruedo los ojos y cojo el portafolios para leerlo por encima. Los siete puntos que se presentan son meras advertencias sobre los daños psicológicos que puedan causarme las visitas y mi compromiso para no aprovechar la situación de impotencia del paciente para agredirle, etc… Lo firmo sin detenerme demasiado sobre ello y cuando se lo extiendo al director este me sonríe con una mueca de satisfacción—. Perfecto. Acompáñeme.
Me dice mientras pasa una de sus manos a través de mi hombro pero yo me deshago de ella para conducirme a los asientos y recoger primero mi bolso, y colgármelo al hombro, después la carpeta cuya documentación he debido enseñar para confirmar que yo fui su psicólogo, y mi abrigo. Cuando vuelvo al lado del director nos conducimos a través del pasillo del que él ha aparecido y caminamos seguidos por el sonido de nuestros pasos a través de las baldosas. Cada esquina que doblamos está flanqueada con cámaras cuyo piloto rojo está encendido. Algunas se mantienen estáticas, otras nos siguen con la mirada. Yo las miro más curiosos que perturbado o insultado. En cierto modo me transmiten una seguridad que ni el director ni ninguno de los trabajadores de este sitio ha conseguido infundirme por el momento.
—Nos dirigimos a las salas de visita e interrogación. –Dice pausado—. Ya hemos trasladado al recluso 0461 a una de esas salas. No tendrá que recibirle en su propia celda.
—¿De esta forma es más seguro para él? –Le pregunto.
—Para ambos. En su celda no se le tiene con camisa de fuerza ni con esposas. Eso sería inhumano. –Yo ruedo los ojos por la forma tan cínica en que suenan sus palabras—. Aunque es un espacio reducido y sin vistas a ninguna parte… —Se encoge de hombros.
—¿De cuánto tiempo disponemos? –Le pregunto.
—Media hora.
—Vale. –Le digo—. ¿Sabe que vengo a verle?
—Solo se le ha informado de que tiene visita. No solemos dar nombres porque no sabe usted el poder que tiene en la mente de alguien un mero nombre. –Suspiro, sí que lo sé—. Podría perder el control o incluso agredir a nuestros trabajadores en el traslado.
—Entiendo… —Le digo.
—Aunque sí bien es cierto que no le hemos nombrado a usted, en los dos meses que lleva aquí es la primera visita que recibe. No han venido familiares, ni amigos, ni nadie… —Dice, fingiendo algo parecido a la empatía y a la tristeza—. Por lo que se ha mostrado algo receloso cuando se le ha trasladado.
—¿Ha dicho algo? –Pregunto.
—No que yo recuerde. Se ha dejado hacer sin demasiados inconvenientes. Se le veía más curioso que preocupado. –Yo asiento, conforme con sus palabras y nos desviamos hasta una puerta metálica en donde otro hombre vestido con uniforme policial, recostado en una silla y apoyado con el codo en una mesa, nos detiene y me extiende una bandeja de plástico blanca. Con desgana me señala con un dedo algo rechoncho.
—Despréndase de cualquier objeto metálico, punzante o alargado que pueda ser usado en contra del paciente o en la suya propia. –Dice con voz mecánica. Un ordenador podría hacer fácilmente su trabajo.
—Cl—claro. –Digo, algo turbado. Me recuerdo que de seguro esta práctica venía informada en las advertencias que he firmado hace apenas dos minutos y con un largo suspiro dejo el abrigo sobre la mesa, junto con la carpeta. Toda la mochila la pongo sobre la bandeja y comienzo a palparme el cuerpo en busca de algo que pueda ser peligroso. Me quito el cinturón, que para mi suerte no cumple una función imprescindible y la corbata sobre mi camisa. El hombre ahí sentado me mira los pies esperando encontrar cordones en mis zapatos pero por suerte hoy no llevo zapatos con cordones a lo que acaba resignándose y se levanta para rebuscar entre los bolsillos de mis pantalones y a palparme el costillar. Me requisa el teléfono móvil y la cartera, que tira sobre la caja de plástico de mala gana. Después palpa algo en el interior de otro de mis bolsillos y extrae un pequeño bote cilíndrico de píldoras. Me las muestra consciente de que pueden ser peligrosas.
—Son ansiolíticos. –Le digo y le ruego con la mirada—. Los necesito. –Con una expresión de desinterés vuelve a dejarlos en el mismo bolsillo del pantalón.
—Listo. –Anuncia mientras yo me recompongo y cuando se vuelve a sentar pulsa un botón cercano a la puerta metálica que hace que esta se abra después de un pitido. Yo suspiro y rescato la carpeta con el nombre de Jungkook de la mesa pero el policía chasquea la lengua repetidas veces, deteniéndonos a ambos—. Esa carpeta tiene una goma. No puede pasar con ella. –Yo le miro con expectación y el director le mira con algo de recelo, a lo que este se encoge de hombros y yo acabo resignándome a sacar el papeleo del interior y dejar la carpeta ahí, junto al resto de mis cosas. Cuando me vuelvo al policía en dirección a la puerta le miro con una expresión desafiante, esperando que nada falte a mi regreso.
—No se preocupe. Es por seguridad. –Me dice el director mientras cruzamos al otro lado y se cierran las puertas detrás de nosotros con un pitido similar al que se ha producido al abrirse. Yo asiento con un quejido de mi garganta y nos encaminamos pasillo adelante. Aquí las paredes están pintadas de un blanco apagado. Tal vez en algún momento, el día en que se pintaron, fueran luminosas y brillantes, pero el tiempo ha ennegrecido el color volviéndolo un blanco triste e insulso. Cada cinco metros, y tan solo en la pared de la izquierda, hay una puerta. Y entre puerta y puerta, hay un gran ventanal mostrando el interior de reducidas habitaciones con una mesa en medio y una o varias sillas. Pasamos por al menos tres hasta que de una de ellas, una en la que el interior está iluminado y en donde alguien se encuentra, sale un joven vestido con traje de agente de seguridad, con el mismo uniforme que el resto de trabajadores de este lugar, manojo de llaves en mano, y con una expresión pensativa. Lo es hasta que nos ve aparecer y se vuelve a nosotros entre entusiasmado y aliviado.
—El recluso ya está dentro. –Dice, y cuando llega a nuestra altura me cercioro de que es un chico joven pero un palmo más alto que yo. Espalda ancha, ojos pequeños. No creo que tenga más de veinticinco años.
—Perfecto. –Le dice el director y el joven le extiende las llaves para que sea él quien me permita entra en la sala. Para llegar a la puerta tengo que cruzar por el ventanal que me mostrará el interior, pero aun no nos movemos. El joven me mira de arriba abajo comprobando que estoy listo para acceder al interior pero antes de permitirme el paso me bombardea con normas de seguridad.
—No debe acercarse al recluso. –Me dice, repentinamente serio—. No se levante de su asiento más que para salir. No le dé nada al preso. Intente no ponerle nervioso o irascible. Pasada la media hora que le corresponde yo le sacaré primero a usted y cuando su seguridad esté garantizada, devolveremos al preso a su celda. Si quiere salir antes de tiempo, solo tiene que golpear el cristal, yo estaré aquí, a este lado todo el tiempo. Si tiene usted un comportamiento inadecuado, le pediré que se marche y se le prohibirán las visitas de forma indefinida. ¿Entendido? –Yo asiento, tragando en seco y sujetando como puedo los papeles en mi mano, temeroso de que me estorben—. Muy bien, entonces, adelante. –Me dice tranquilo, con la sonrisa de vuelta.
—¿El preso ha reaccionado bien? –Pregunta el director antes de que me acompañen al interior.
—Sí. —Dice el joven sorprendido—. No ha dicho mucho. Solo… —hace memoria—. “Espero que lleve corbata, aunque no creo que le dejen pasar con ella”. –Dice el joven y yo le miro con ojos aterrados. Él no comprende mi miedo y el director no parece tomarle mucha importancia, a lo que acaba marchándose y despidiéndose de mí con un gesto de su mano y yo camino tras el joven uniformado y me asomo al cristal en lo que él abre la puerta.
El interior me muestra un rostro conocido. Un rostro que tan solo he visto en sueños estos últimos meses. Un rostro que me ha cortado definitivamente el aliento. Repentinamente me duele todo el cuerpo, y mi visión se vuelve ligeramente borrosa. Juraría que son lágrimas, o la ansiedad saliendo a través de mis ojos. Tiemblo, y agarro con fuerza los papeles en mis manos. La boca se me ha secado, todo el cuerpo se me ha entumecido y soy incapaz de respirar. Moriré en este instante. Estoy seguro de ello.
Él se mantiene sentado en una silla metálica, diferente a la que hay al otro lado de la mesa aguardándome. La parte superior de su cuerpo se mantiene en lo que parece una camisa de fuerza y en la parte trasera, sobre su espalda, descansa un enganche de cuero que le mantiene erguido y atado a la silla detrás de él. La camisa le cubre hasta el cuello y muestra un rostro inexpresivo, mirando atentamente al espacio vacío delante de él. No le recuerdo con esa expresión tan ausente y vacía y me da miedo pensar que tan solo encuentre un cuerpo vacío sin recuerdos ni ideas o pensamientos. Pero creyéndome oculto tras el cristal, él vuelve su rostro muy lentamente hacia mí y tras posar su mirada en la mía, una divertida sonrisa aparece de entre sus labios sumiéndome en un abismo de inseguridad y terror que me hace empalidecer. No se muestra sorprendido por mi presencia, ni mucho menos preocupado o asustado. Juraría que me esperaba, que aguardaba mi presencia de nuevo junto a él. Y tal vez sea cierto, pues he caído en sus deseos.
Comentarios
Publicar un comentario